Todas las tardes Pedrito iba a la plaza del barrio a la hora de la siesta. Se sentaba en cuclillas y mirando el verde desierto, relataba un partido de fútbol, inventando nombres, apodos y situaciones. Se quedaba allí un largo rato, hasta que lo llamaban a tomar la leche o bien, cuando un grupito de chicos llegaba con una pelota y tomaba posesión del lugar.
Algunos vecinos sonreían al verlo solito, hablando rápido como los relatores de la radio, comentando jugadas que nadie veía, gritando como loco goles que muchos hubiesen querido ver. Y cuando se marchaba, no faltaba quien le guiñara el ojo o le sonriera al paso.
El único que miraba con recelo, era el viejo Venancio. Porque aquella vez que había querido cruzar la plaza mientras Pedrito estaba relatando, recibió un pelotazo desde ninguna parte, con una pelota que nunca vio. Y desde entonces, sospecha de los niños.