He de confesarlo, aunque me cueste que no me miréis a la cara ni un momento, hace ya algún tiempo que vendí mi alma al silencio. Sí, lo sé, no puede haber un acto más cobarde pero, qué os voy a decir, el miedo es el miedo. Miedo a sentirse abandonado por el viento que surca las pirámides de los antiguos selenitas en el Alto del Poder. Miedo a ser vigilado por las águilas de cola cambiante que circulan por la ruta del Hondo Imperio. Miedo a salpicar con mi nervioso sudor las copas que sacian la sed en las bolsas donde se cotiza el ninguneo. Miedo a ser menospreciado por las hadas del infierno. Miedo, sí, miedo. No me digáis que no lo habéis sentido en vuestras carnes aunque sólo fuera en sueños. Miedo, sencillo y duro miedo. Ese que me recuerda aquella frase del que esté libre de…
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