Revista Literatura

Venganza roja

Publicado el 20 marzo 2013 por Jalonso

Juan Alonso

Notó que la lámpara de la sala estaba rota, caída en el piso. La perra no ladró. Se quitó los zapatos y se sintió sucio, invadido por una sombra ajena. De pronto sus pies estaban mojados de una masa pegajosa. Caminó unos pasos hasta la cocina y ahí estaba, todavía tibia. Encendió la luz y el charco de sangre se extendía desde el living hasta la mesada del comedor diario. Su huella quedó estampada en el parquet como un sendero horrendo. Por poco se desmaya, pero tuvo fuerzas para correr al baño a lavarse la sangre de su perra. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo hasta que logró controlarse jadeando como un loco a punto de ser arrojado al vacío. Frente al espejo conoció la desesperación. Estaba alienado. Ya no había nada que pudiera hacer por ella. La habían asesinado.
Su hija, el veterinario, un amigo y una vecina intentaron consolarlo en vano. Nicolás Añanco cavilaba entre todas las sombras de las sombras. El portero lo vio salir con una bolsa de residuos donde llevaba el cadáver de la ovejera para ser incinerado.
Al volver, Nicolás Añanco se sirvió un Jim Beam doble y lo bebió de un solo trago. Prendió un cigarro negro y salió. La sangre estaba todavía ahí. Pitó y escuchó los ruidos de la calle. Dos gatos. Niños viendo la tele. El viento hacía rodar una pelota de plástico en un patio cercano. Una muda de ropa y sábanas colgadas. Apretó los puños y lanzó una puteada entre dientes. Su mente divagaba al trote insomne de un caballo salvaje.
Estaba furioso.  Iba a investigar. Les descargaría el Smith &Wesson sin piedad.
A las 8:30 sonó el despertador. El Negro Valija lo llamaba desde la oficina. Conectó la cafetera. De pronto el aroma a café fresco lo despertó. Se juro a sí mismo que no pararía hasta saber quién había sido el mal nacido que entró a su casa para matar a Ana. Y, principalmente, la identidad del instigador de semejante atrocidad imposible de perdonar.
Porque la noche en que Nicolás Añanco incineró los huesos de su perra, también quemó la Biblia de tapa negra y papel de arroz, la cruz jesuita, y los santitos de la biblioteca. Arrojó cada cuadro y dibujo al olvido.
Había perdido toda fe y cargaba en el pecho la sirena muda de las memorias de la muerte.

 

 

leyendadeltiempo.wordpress.com


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