Como siempre, Marina haciendo trampas en los veoveo… ¡No hay una canción, pero sí una cantaora! Que lo disfrutéis.
Caía la primavera en Cádiz. Ya sabes cómo es el color de las últimas tardes de mayo, de luz pesada e hipnótica sobre las fachadas asoleadas. Aquel año en especial, corría el rumor de que una tormenta de sal había recorrido las calles en la hora azul del cielo, y por eso brillaban más que nunca. Nosotros, un grupo de estudiantes que recién había llegado a la ciudad, veníamos espoleados por las malas lenguas que en la capital decían que sería en Cádiz donde se gestara una generación de poetas mejor aún que la del Veintisiete. Habíamos tomado nuestras pajaritas blancas y los sombreros de copa y en la madrugada, un tren nocturno nos había abandonado en la Plaza de Sevilla, con los versos sudados bajo el brazo y el primer cigarrillo de sur colgando entre los labios. Olimos el mar. Los chicos de la capital, ansiosos por darnos de bruces con la mala vida en el puerto y en los cafés, donde pudiéramos declamar sin titubeos poemas de amor todavía verdes y caprichosos, cerramos los ojos lo primero y olimos el mar.
En Cádiz, como pronto comprobamos, la juventud estaba en eclosión. Si bien había pocos café que merecieran los magníficos epítetos que se les regalaba en Madrid, los que de verdad lo valían eran incluso mejores de lo que habíamos imaginado. Cada noche descendíamos la Cuesta de las Calesas hacia el puerto, ataviados de galanes sin un pelo en el pecho pero con las rimas en las gárgaras. Lo que más nos gustaba era saludar a las muchachas que se sentaban en los soportales de luz a contar habichuelas y canicas y trenzar los juncos de la orilla y cogerse el color en las mejillas con nuestras canciones. Siempre las invitábamos a bailar. Algunas noches cedían y nos acompañaban, envalentonadas por el carajillo y el rumor del mar, pero la mayoría de las veces acabábamos en los cafés del centro, fumando un cigarrillo tras otro, tirando las colillas a través de las ventanas veladas en humo de cuasi-verano, y deshaciéndonos de las pajaritas blancas a media noche, cuando se nos colapsaban los labios con las ganas de hacer el amor, y no teníamos más remedio que caer en la fiebre y beber hasta perder la conciencia.
- Muchacho, muchacho.
Carmela del Río, aunque todavía yo no sabía quién era aquella mujer de plumas de pavo real en los ojos, me despertó mucho después de que la hora azul hubiera pasado. Yo andaba roncando sobre la madera vieja del Café de Levante, mareado como de pleamar y con la ceniza pegada al bigotillo. Carmela del Río me levantó por los hombros y me arrastró consigo hasta la pared.
- ¿Sabes volar?
Entonces yo todavía creía que estaba en un sueño, pero Carmela del Río me miraba con la mirada fija de los que hacen preguntas seriamente, y le contesté que sí.
- Entonces nos vamos.
Cogiéndome del brazo con fuerza, Carmela del Río me sacó del Café de Levante a trompicones. Ni qué decir que mis piernas estaban colapsadas, si no por el sabor del carajillo que todavía me nublaba músculos y pupilas, al menos por el miedo feroz a encontrarme con la mujer de las plumas de pavo real a solas y en la noche. Yo era un poeta de sonetos misericordiosos, y no de aventuras ni tinglados con mujeres, aunque me atribuía el brío de un caballo en mis poemas de amor de flan. Carmela del Río tiró de mí, rocambolesca como ella sola y dilapidando historias por los labios. Habló de un gran capitán que la había abandonado a la deriva, habló de las nubes bajas de poniente al amanecer y de la bruma en su corazón cuando bailaba. No acerté a decir una palabra con mi boca obsoleta, pero agarraba cada historia y me iba apropiando de ellas en silencio, mientras transitábamos ciudad arriba, ciudad abajo, taconeando los adoquines manchados de sal. Nunca supe qué había visto en mí.
- Dime cómo te llamas.
- Francisco Atún. ¿Y tú?
- A mí me llaman la Carmelita, pero mi padre es Del Río y me parece más sonoro. ¿Alguna vez le tocaste los pechos a una mujer, Francisco Atún?
Ni contesté. Ella tomó mis manos entre las suyas y las acercó al canesú abultado color de fresa madura, dejándolas reposar en sus cimas tranquilas.
- ¿Notaste el hervor, Francisquito? ¿Te parece que esto es poesía?
- Carmelita, no me digas eso que te canto un soneto hasta que la última ola haya lamido tu piel.
Carmelita rió bajito, tapándose la boca con una mano de uñas pintadas del color del canesú, que se desabrochó después con la otra mano, poco a poco y mirándome con sus ojos de pluma de pavo real sin pestañear.
Creo que me desmayé.
La luz del sol me despertó mucho más tarde con la neblina ensopada entre los párpados y Carmelita del Río ya no estaba allí. Alguna que otra vez me la crucé en la calle, con el mantón de gitana ondeándole y el porte fino y deshuesado de las cigüeñas al vuelo.
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