¿Qué habrá sido de esas dos cartas que me escribió Nacho aquel verano en que, con trece años, desconocíamos que lo que nos sucedía era causado por el embrujo que ejercían las hormonas en nuestro cuerpo?
Me contó que era monaguillo en su pueblo, que hacía calor y que estaba deseando regresar a Madrid. Me gustaba más que ningún chico de mi clase y la EGB no hubiera sido lo mismo sin él. Al año siguiente, tras el verano, comenzó a salir con una compañera repetidora. Me partió el corazón. Según supe aquel invierno por una amiga de clase, apenas duraron unos meses. Él se fue voluntario a la mili un par de años después y le perdí la pista hasta que nos reencontramos, casados ambos, en el Carrefour del centro comercial del barrio. Le reconocí y le vi igual de guapo que lo veía en la EGB. Desconozco si él me reconoció. No cruzamos una sola palabra.
Hoy rememoro esas cartas de amor escritas por un niño a la niña que yo era entonces, porque hoy recibo cartas que me han hecho recordar aquellas que me escribieron a mis trece años, ya que huelen y saben a adolescencia, pese a la madurez del hombre que las ha enviado. Ilusionadas cartas románticas que me han hecho recordar aquel verano y sonreír. Sé que muchas le sucederán a la primera que he recibido este verano, treinta y nueve años después de que ese monaguillo enamoradizo me escribiera. He recuperado mi adolescencia olvidada y ahora sé que el amor nos hace regresar a los tiempos en que todo nos parecía hermoso, pese a las nubes de tormenta que se pudieran divisar en el horizonte.