Revista Literatura

Verano del 96

Publicado el 21 junio 2011 por B
No conoces una ciudad hasta que no conoces su verano. Aquí, en Madrid, las ventanas de las casas ya sólo se abren a partir de las nueve de la noche esperando a que las cortinas tiemblen un poco con un viento que no existe y que poco parece importarle. Las conversaciones en la calle se oyen más alto que la propia televisión, algo con lo que ni siquiera Indiana Jones puede luchar. La ropa se seca por la noche y se queda acartonada por el sol durante el día, porque nadie se acuerda de retirarla de los tendederos. En realidad, es imposible prepararse para el verano porque no sabes cómo se hace. Nadie se acuerda exactamente del verano pasado, ni del anterior, porque es un espejismo. Nunca se recuerda qué día hizo más calor, cuándo empezaste a dormir sin ropa, ni quién quedó segundo en el tour de Francia. El verano engulle la ciudad, la traga de golpe y la tritura, la reduce a la nada, un bucle temporal en el que las noches se solapan con las mañanas. El desorden es especialmente marcado los domingos, cuando las persianas apenas dejan pasar una rendija de luz, la habitación se queda caliente, en penumbra, perezosa, mientras motitas de polvo y luz bailotean alrededor de tus ojos, obligándote a mimetizarte con ella, obligándote a estar caliente, en penumbra, perezosa. El ruido se oye menos, pero el silencio mucho más.

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