Verde agua

Publicado el 08 enero 2010 por Icíar

Escritora: Marisa Madieri
Posfacio: Claudio Magris
Verde agua, el color del amor para Marisa Madieri, es un libro autobiográfico en el que nos cuenta pedacitos de su vida, desde Fiume (Rijeka)donde nace y vive hasta los 11 años, hasta que tras perder esta ciudad la nacionalidad italiana por la yugoslava, tendrá que irse, primero a Venecia, y finalmente a Trieste, donde durante un tiempo vivirá allí en un centro de refugiados.
Este libro, para mí, es un libro lleno de amor y de conciencia de la muerte. Está escrito en su madurez, en un tiempo en el que la escritora retoma la felicidad del disfrute de sus horas muertas, de poder pensar y recomponer su vida pasada y futura, con esa humildad que trae la aceptación y comprensión de nuestra propia muerte, de lo que en realidad somos: “toda vida contiene la semilla de su destrucción”; la serenidad y la generosidad del que ya es capaz de disfrutar de las pequeñas cosas, y del que a pesar de todo se siente agradecido y afortunado.
Por eso, en este retomar de ella de su propia historia, pasaremos por el duro acontecimiento del éxodo sin amargura, rencor o culpa. Lo mismo se podría decir de todos los personajes que aparecen, que son retratados en su realidad, aunque todos con afecto y exentos de juicio.
Especial mención a la figura de la madre, dice ella: “las raíces de mi fuerza y de mi capacidad de no rendirme frente a las dificultades se hunden en su amor”.
Hay también nostalgia y soledad en el libro, pero no amarga, sino serena. Dice ella: “La soledad, siempre al acecho incluso en una vida llena de afecto”.
La abuela Quarantotto y su irremediable carácter dominador; la abuela Anka, con su nostalgia por la monarquía, y su odio visceral hacia Tito, fue la última pareja de su padre “supuso para ella una sorpresa entrar en una familia donde cuentan más la gratitud y el afecto que el dinero”; y tantos otros…
Y la realidad de la muerte, ese misterio aceptado, para mí tan presente en todo el libro. Dejo aquí un párrafo que me parece muy poético:
“El gorrión vino a buscar refugio en el hueco de mi mano. Fue su despedida. Al día siguiente lo encontramos tendido de costado, con un hilo de baba saliéndole del pico, los ojos cerrados, las patitas recogidas. Los animales afrontan la muerte tranquilos, con dignidad. Sus ojos ámbar, claves arcanas de una vida insondable, sabían acoger el misterio sin rebelión”.
Termino con un párrafo final, muy bonito, que resume la sencillez, serenidad y generosidad de la escritora:
“Gran parte de mi historia se hunde en esta dulce oscuridad, similar quizá a aquella, grande y buena, que me acogerá un día en la paz en la que ya habitan mi padre y mi madre. Pero no siento tristeza, sólo gratitud. Si he regresado a Ítaca, si en los largos silencios de mi vida han resonado por un instante las notas del vals que los planetas y las estrellas, tan relucientes esta noche, danzan en la odisea de los espacios, siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no sólo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma”.
Y se dice en el Tao: “Morir sin perecer es vivir eternamente ...”

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