Estoy delante de la ventana y miro el campo que se asoma ante mis ojos. En ese campo verde paseábamos a menudo. Sigue siendo verde y, ahora, con los primeros rayos de la mañana, brilla más que el mismo sol. Sin embargo, yo lo veo yermo.
Han pasado seis meses desde que dejamos de vernos. Me duele la cabeza, tengo los ojos enrojecidos y me cuesta descubrir el verdor de antaño. Hoy volví a soñar con él. Andrés me pregunta qué me pasa. Desde que nos conocimos estoy mejor, pero aún no sonrío como lo hacía cuando Eduardo y yo paseábamos descalzos por la hierba fresca.
Él tenía razón, pasaría el tiempo y yo volvería a vivir. Me consta que Eduardo lo hace al lado de una mujer que, de seguro es maravillosa, y espero que sea feliz. No obstante, tengo un deseo recurrente que martillea mi corazón una y otra vez: que no pasee por nuestro verde campo con ella, que guarde esa hierba en su pecho como nuestro rincón secreto, y que solo sea de los dos y de nadie más. Ni siquiera de Andrés ni de ella.
Por eso creo que no veo el campo que vivimos cuando yo sonreía sin motivo alguno, solo por el hecho de estar a su lado, sino uno amarillento y sin vida. Parte de esa vida se fue con él.
Pese a tener a mi lado a Andrés, que me repite a diario cuánto me ama, ese campo de antaño sigue siendo de Eduardo. Ayer recordé que no creía en el futuro, que era pesimista y que me pidió que me viviese, que no esperara, que fuese feliz. Recordé también cómo sentí agujas en el pecho cuando comenzó a decírmelo a diario, llegado el momento de su partida.
Ahora cuelga en su muro canciones de amor. Nunca tuvimos una que sintiéramos de los dos, por eso no sé si alguna de esas canciones será para mí. De las que cuelgo a diario, siempre hay una que es para él.