Ayer en clase preparábamos un trabajo en grupo y nos dijeron que cada uno debía elegir un nombre de un periodista famoso para designar a nuestro grupo. Casualmente, los nombres que acudieron a la boca de nuestro profesor fueron Ricardo Ortega y José Couso. El primero falleció en 2004 tras un tiroteo en Puerto Príncipe (capital de un país tristemente famoso a día de hoy) y el segundo caía en el hotel Palestina de Bagdad, bombardeado por un tanque estadounidense.El caso es que el oír aquellos dos nombres me hizo reflexionar sobre lo asquerosos que son los reconocimientos póstumos, cogemos una medallita o un premio y se lo encasquetamos a una familia desconsolada que de manera alguna va a poder recuperar a su padre/madre/hijo... Y es que es igual que sea periodista, guardia civil, voluntario de Naciones Unidas o actor de Hollywood, el caso es apuntarnos su tanto cuando ya no puede reclamarlo. Es más, luego el país se llena de aulas universitarias con sus nombres, placas conmemorativas, Institutos, monumentos... Lo único positivo es que en algunos casos queda una pensión, pero eso es solo en algunos casos.Desde mi siempre humilde punto de vista este tipo de reconocimientos son cuanto menos vergonzantes. ¿De verdad necesitamos que alguien muera para que se reconozca lo que ha hecho en vida? En serio, pues a mi si me muero que no me anden dando premios que entonces no podré saborearlos. Bromas aparte, resulta deleznable que una persona se esté rompiendo los cuernos cada día para hacer su trabajo lo mejor que puede o para defender simplemente aquello en lo que cree y que no se pueda ir a la tumba con la satisfacción del trabajo bien hecho.Supongo que en toda esa pantomima se esconde ese sentimiento de quedar bien delante de los muertos, lo que dijo el sabio aquel, y que Antonia seguro que recuerda, de que solo hace falta morirse para que hablen bien de uno. Pues no señores, los premios para cuando estemos vivitos y podamos disfrutarlos. Imagen Tweet