Paseo por la ciudad gótica y siento que nada ni nadie me pertenecen. Bajo un mismo cielo se ocultan las tristezas y desasosiegos de los que pasan por mi lado, y yo prefiero no tocarlos, decido no ser, no verme. Me enseñaron una vez, aunque recuerdo más, que el olvido es la respuesta para todo aquello que pueda resultarme incómodo o doloroso. Incluso es mejor que la mala memoria, porque no queriendo recordar, mi mundo se transforma en un crisol de posibilidades remotas y verdades inciertas pero mías, ajenas a todo lo que alguien pueda enseñarme a la fuerza.
Olvido por un instante que algún día moriré para siempre, es mejor así, y me permito ignorar una mirada o evitar la sonrisa de alguien que quizá necesite la mía. No importa, en esta ciudad cada quién camina solo y a menudo, quien va acompañado no siente la presencia del otro. Prefiere volar su imaginación con los ojos fijos en las vallas publicitarias deseando ser quien no es, o ir donde nunca soñó. Yo sigo el rumbo de mis pasos silenciosos, temo que alguien me descubra y desee seguirme. No tengo nada para darle, estoy vacío pero no dejé lugar para llenarme.
A través de los auriculares escucho una y otra vez mi canción favorita, una de Sabina. Meneo mi cabeza al ritmo de la música sentado junto a alguien que parece dormido o se lo hace, mejor así. Agradezco la ventana para distraerme y conectar solo con las nubes, el asfalto me inquieta, me muestra que todas las pisadas se parecen, y que la calle nos obliga a caminar del mismo lado aunque a distintos ritmos. No puedo mirar abajo, yo no soy como los demás, no comparto sus fracasos ni sus logros, nunca desearía esas metas.
Hoy se me olvidó dar las gracias por algo que no recuerdo, y al salir a trabajar un mensaje de texto me reclamó que parecía que ya no la amaba. Ahora que lo pienso hace tiempo que no le digo «Te quiero», aunque bueno, sigo con ella a pesar de algunos problemas, y ayer me senté a su lado en el sofá, la abracé un rato porque parecía triste, eso debería bastarle.
Bajo una estación antes, necesito aire. Lo primero que respiro es el olor de los puestitos de la calle. Ese festín polvoriento me quita el hambre. Conozco de lejos a la familia que regenta ese pequeño negocio, pero olvidé sus nombres. Quizá alguna vez me ofrecieron un bocado, no recuerdo. Evito mirar y me ahorro un saludo. Además, me deprime la fila de gente estresada que se amontona a pedir su orden, invaden la calzada y entorpecen mi paso. Me abro paso a empujones y a algún que otro pisotón. A quién le importa, se me olvidó si pedí permiso o perdón.
La música en mis oídos me transporta a un mejor lugar, a mi propio mundo de ficción y de felicidad desconectada. En la entrada al edificio está el mismo indigente de todos los días. Ya no me mira, sabe que nunca traigo monedas o que invento una conversación imaginaria por el móvil para parecer ocupado. Pronto lloverá, no sé qué haga ese infeliz para no mojarse, pero yo desde luego no me quedaré para saberlo.
Subo las escaleras que llevan a mi casa, escucho las risas de mi hijo. Relajo mi cara maquillada de ilusión y abro la puerta.
—¡Hola papá! ¿Trajiste pizza? ¡Es viernes!
Su viernes especial, el viernes de pizza, dulces y película.
—¿Y los dulces? ¡Ay, papá! Se te olvidó… La decepción en la cara de mi hijo me recuerda quién soy y lo que hago. Pero no pasa nada, él tendrá que superarlo y a mí en unos segundos se me olvida, o quizá no.
© Nur C. Mallart
Colaboración para Salto al Reverso