Elena se despidió de su marido y de su hijo mayor con un largo abrazo de seis brazos. Cogió la bolsa que había dejado a su lado en el suelo. Miró de nuevo los ojos tristes de su marido y le acarició la mejilla en un gesto repetido mil veces durante sus veinte años de matrimonio. No dijeron nada. No hacía falta. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta de embarque. En dirección contraria, un tipo con bastón y lágrimas en los ojos le golpeó el hombro. Se pidieron perdón el uno al otro, casi en un susurro, y siguieron camino en un viaje que para los dos era el mismo, de ida y de vuelta. El avión procedente de Bucarest aterrizó en la terminal del aeropuerto de Barajas con treinta minutos de retraso después de casi cinco horas de vuelo. Otras seis transcurrieron antes de que Elena descansara tumbada en la cama de una pensión frente al mar en una ciudad del norte.
Elena siguió el consejo de una vecina y se apuntó en una agencia que enviaba mujeres a España para trabajar como cuidadoras de personas mayores. En dos años habrás ganado el dinero suficiente para que tu marido viaje a España a vivir contigo o para regresar y comprar un piso más grande o montar un negocio pequeño. Dos años.
A la mañana siguiente, una empleada de la agencia le entregó los papeles del contrato y una carpeta con los datos del anciano a quien tendría que cuidar veinticuatro horas de seis días a la semana. La empleada fue con ella hasta la estación de autobuses. Tres horas después, Elena se montó en el coche de la hija mayor y, juntas, recorrieron los treinta kilómetros que faltaban para concluir el viaje. Durante el trayecto pudo comprobar que el español aprendido en una academia del centro de Bucarest no sería suficiente. Estará usted cansada, le dijo la hija al entrar en la casa. Mi padre ahora duerme. Se conocerán después de la siesta. Bueno, él ya no conoce a nadie. Venga conmigo y le enseñaré su habitación.
Elena dejó la bolsa encima de la cama y se acercó a la ventana. Nada de lo que vio le recordó a Rumanía. Habían transcurrido treinta horas desde que se despidió de su hijo y de su marido. Con la yema de los dedos de la mano izquierda acarició lentamente la palma de su mano derecha. Después la acercó a la nariz y cerró los ojos. Pensó. Dos años.