Revista Diario

Viaje Vigesimosegundo

Publicado el 02 marzo 2012 por Galuschka
Viaje Vigesimosegundo  El superior de las misiones era un hombre de una hospitalidad exquisita; me invitó a
una comida compuesta de especialidades locales (piglotas en jalea, drumbios asados y,para postre, las mejores crismas del mundo); nos acomodamos luego en la terraza
de lacasa misional. El sol lila nos calentaba deliciosamente, los pterodáctilos, numerosísimosen el planeta, cantaban en los arbustos; todo era paz y quietud. En medio de aquelsilencio, el anciano superior de los dominicos empezó a sincerarse conmigo contándomesus problemas; se quejaba de las dificultades del trabajo misionero en aquellas regiones.Así, por ejemplo, los quintilianos, habitantes de la bochornosa Antilena, tan frioleros quetiritaban de frío a 600 grados Celsius, no querían ni oír hablar del paraíso; en cambio lasdescripciones del infierno despertaban en ellos un interés muy vivo a causa de lascondiciones favorables (pez hirviente, llamas), que reinaban allí. Además, no se sabiaquién podía ingresar en el estado sacerdotal, ya que se distinguían entre ellos cincosexos: era un problema arduo para los teólogos.Dije que lo lamentaba; el padre Lácimón se encogió de hombros:-Ah, hay cosas peores. Los bzutos, por ejemplo, consideran que la resurrección es unacto tan corriente como ponerse un traje y no hay manera que la reconozcan como unmilagro. Los dartrudos de Egilia no tienen brazos ni piernas; podrían santiguarsesolamente con colas, pero yo no puedo tomar, solo, una decisión tan importante. Estoyesperando una contestación de la Sede Apostólica desde hace dos años, pero el Vaticanoguarda silencio... ¡Y lo del pobre padre Oribacio, de nuestra misión! ¿Ha oído hablar de sucruel destino?Dije que no sabía nada.-Escuche, pues. Ya los primeros descubridores de Urtama no tenían palabras de elogiopara sus habitantes, los poderosos memnogos. Todos están convencidos de que esosseres racionales pertenecen a las criaturas, más serviciales, dulces, bondadosas y llenasde altruismo de todo el Cosmos. En la esperanza de que la semilla de la fe brotaríafelizmente en esta clase de gleba, mandamos a los memnogos al padre Oribacio,investido de la dignidad de obispo 'in partibus infidelium'. Los memnogos le recibieron enUrtama con una hospitalidad ejemplar: le rodearon de atenciones casi maternales, lerespetaban, obedecían a cada palabra suya, adivinaban sus intenciones y cumplían todossus deseos, parecían absorber sus enseñanzas con anhelo; en una palabra, se leentregaron por entero. Las cartas que el pobrecito me escribía rebosaban de alabanzas yde satisfacción por su corportamiento...Aquí el padre dominico se secó una lágrima con la manga del hábito.-En una atmósfera tan favorable, el padre Oribacio no cesaba de predicar dia y nochesobre los principios de la fe. Después de explicar a los memnogos la historia del Viejo ydel Nuevo Testamento, el Apocalipsis y las Cartas de los Apóstoles pasó a las vidas delos mártires del Señor. Pobre, éste fue siempre su tema predilecto...Sobreponiéndose a la emoción que le embargaba, el padre Lacimón siguió hablandoen voz trémula:-Les narró, pues, la vida de San Juan, que logró la luz eterna por ser hervido en aceite,la de Santa Agueda, que se dejó cortar la cabeza por la fe, la de San Sebastián, queacribillado de flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue recibido en el Paraísopor los coros angélicos; les habló de los jóvenes mártires que sufrieron el tormento dedescuartizadón, estrangulamiento, la rueda y la pira, soportándolo todo en éxtasis con laseguridad de ganarse un sitial a la diestra del Señor de las huestes celestiales. Cuandoles había relatado la historia de muchas vidas parecidas, dignas de ser imitadas, losmemnogos, todo oídos, empezaron a mirarse de soslayo; el mayor de ellos preguntótímidamente:-Reverendo sacerdote nuestro, maestro y padre venerable, si el atrevimiento de tusindignos servidores no es demasiado grande, dinos, te rogamos, si el alma de todohombre dispuesto a sufrir martirio va al cielo.-Indudablemente, si, hijo mío -repuso el padre Oribacio.-¿Ah, si? Muy bien... -dijo lentamente el memnogo-. ¿Y tú, padre venerado, deseas ir alcielo?-Es mi más ferviente deseo, hijo mío.-¿Deseas también ser santo? -siguió preguntando el memnogo.-Hijo amado, ¿quién no lo quisiera? Pero yo, un pobre pecador, no puede soñarsiquiera con una dignidad tan elevada. Para conseguirlo hay que emplear todas lasfuerzas del espíritu y toda la humildad del corazón...-Pero tú quieres ser santo, ¿no es verdad? -volvió a asegurarse el mayor de losmemnogos, echando una mirada significativa a sus compañeros, que ya se levantabandisimuladamente de sus asientos.-Claro que si, hijo mío.-¡En tal caso, nosotros te ayudaremos!-¿De qué manera, amados míos? -sonrió el padre Oribacio, conmovido por el ingenuocelo de su fiel rebaño.Entonces los memnogos lo cogieron suavemente pero con firmeza por los brazos ydijeron:-¡De la manera, querido padre, que tú mismo nos enseñaste!Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untaron con pez, al igual que elverdugo de Irlanda hiciera con San Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como lospaganos a San Pafnucio, le abrieron el vientre y se lo rellenaron con un haz de paja igualque le pasó a la beata Elisabeth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como losemalquitas a San Hugo, le rompieron las costillas como los tiracusanos a San Enrique dePadua, y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la Doncella de Orleáns.Después descansaron un ratito, se lavaron y empezaron a verter lágrimas amargas por supastor amadísimo perdido para siempre. Los encontré así, desesperados, al pasar por suparroquia durante mi visita a todas las estrellas de la diócesis. Cuando me dijeron lo quehabían hecho, se me pusieron los pelos de punta. Al colmo del desespero, grité:-¡Indignos criminales! ¡El mismo infierno es poco para vosotros! ¿Sabéis quecondenasteis vuestras almas para la eternidad?-¡Oh, si -contestaron sollozando-, lo sabemos!Aquel memnogo tan grande se puso en pie y me dijo:-Venerable padre, sabemos que seremos condenados y atormentados hasta el fin delmundo: tuvimos que luchar desesperadamente con nuestra propia conciencia antes detomar aquella decisión, pero el padre Oribacio nos decía siempre que no había cosa queun buen cristiano no hiciera por su prójimo, que había que dárselo todo y estar preparadopara todo. Así que renunciamos con desesperación a nuestra salvación, deseandosolamente que nuestro amadisimo pastor tuviera la corona de mártir y la santidad. Nopuedes imaginar qué difícil fue para nosotros, ya que antes de la llegada del padreOribacio nadie aquí era capaz de matar una mosca. Le suplicamos, pues, repetidasveces, le pedimos de rodillas que cediera un poco y suavizara la dureza de lasobligaciones del creyente, pero él afirmaba que por el prójimo se debía hacer todo, sinexcepciones. Nos convencimos finalmente de que no podíamos negarle nada.Comprendíamos igualmente que éramos muy poca cosa en comparación con aquel santovarón y que merecía nuestros mayores sacrificios. Creemos firmemente que nuestro actotuvo éxito y que el padre Oribacio mora ahora en el cielo. Aquí tienes, padre venerable, labolsa con la cantidad que hemos reunido para su proceso de canonización, porque él noshabía explicado que así se hacía y que era imprescindible. Debo decirte que sólo lehemos aplicado sus torturas preferidas, las que nos describía con mayor entusiasmo.Confiábamos que le serían gratas; sin embargo, él se resistía, y lo que menos le gustó fuetragar el plomo hirviente. En cualquier caso, no quisimos admitir que el sacerdote nosdecía una cosa, pensando otra. Sus gritos no podían ser más que una señal dedescontento de unas partículas bajas y corporales de su ser, así que no le hicimos caso,conforme a sus enseñanzas de que había que rebajar el cuerpo para enaltecer el espíritu.En el afán de animarle, le recordamos los principios que nos inculcaba, a lo que el padreOribacio contestó con una sola palabra, desconocida e incomprensible para nosotros;seguimos sin entenderla, porque no la hemos encontrado ni en los libros de oraciones quenos había regalado ni en las Santas Escrituras.Al llegar al final de su relato, el padre Lacimón se limpió la frente, perlada de gruesasgotas de sudor. Durante un largo rato ni él ni yo proferimos una palabra. Finalmente, elanciano dominico rompió el silencio diciendo:-¡Ya me dirá usted cómo se puede ser pastor de almas en estas condiciones! ¡Fíjeseahora en esto! -El padre Lacimón golpeó con la mano una carta abierta sobre la mesa-. Elpadre Hipólito me informa desde Arpetusa, un pequeño planeta de la Libra, que sushabitantes se niegan a contraer matrimonio y procrear hijos, de modo que su raza corre elpeligro de extinción total.-¿Por qué? -pregunté, asombrado.-¡Porque al oír que las relaciones carnales eran un pecado, desearon tanto lasalvación, que todos hicieron voto de castidad y lo mantienen! La Iglesia lleva dos milaños pregonando la preponderancia de los cuidados necesarios para la salvación delalma sobre los de los asuntos terrenales, pero nadie lo tomaba al pie de la letra, ¡por elamor de Dios! Todos esos arpetusanos, digo bien, todos, sintieron la vocación eingresaron en masa en las órdenes; observan las reglas de manera ejemplar, rezan,ayunan y se mortifican, mientras que faltan manos en la industria y la agricultura, se vevenir el hambre y el fin del planeta. Mandé un informe sobre ello a Roma, pero, como decostumbre, la respuesta es el silencio...-Encuentro que lo de llevar la fe a otros planetas fue un paso arriesgado... -observé.-¿Y qué remedio quedaba? La Iglesia no tiene prisa, 'Ecclesia non festinat', bien losabemos, ya que su reino no es de este mundo; ¡pero mientras el Colegio Cardenaliciocelebraba consejos y vacilaba, en los planetas empezaron a crecer como setas despuésde la lluvia las misiones de calvinistas, baptistas, redentoristas, mariavitas, adventistas yno sé cuántas más todavia! Tuvimos, pues, que salvar lo que aún se podía salvar.
Stanislaw Lem. Diarios de las Estrellas, Viajes y Memorias.

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