Víctor es pequeño, travieso y suave.
Se levanta de la siesta con mofletes de melocotón
¡pero genio de limón!
Recuerdo la primera vez que subió en metro.
Estábamos en casa de mi madre y le tenía en brazos dándole los mil besos de despedida y el gran abrazo de oso cuando me acarició el pelo y me preguntó:
-¿Ya te vas a tu casa?¿Por qué?
-Porque es tarde y tengo que coger el tren.
-¿Vito monta tren?
Esas tres palabras sirvieron para que la cabeza de la entonces tía Alua que ya es tía Laurrrrrra se pusiera a carburar en una de esas "ideas locas" que no disgustan del todo a la abuela pero a las que la tía Bea que es un poco más mohína -sabe que se lo digo cariñosamente- siempre pone alguna pega.
Finalmente la convencimos y no fuimos las tres a subir al peque al metro como si de un tiovivo se tratase.
Y ¡como disfrutamos! del entusiasmo de mi colorín cuando vio que por el túnel negro asomaba la cabeza del convoy, esa cara de sorpresa como si hubiera visto... no se qué la verdad, no sabría describirlo. Quizá recordeis a Josué en "La vida es bella" cuando vio llegar el tanque. Si, podría decirse que fue una expresión parecida a esa.
Claro, la baba de las tres casi inunda el andén.
Una vez dentro no podía dejar de mirarlo todo con sus vivarachos ojazos. Cuando llegábamos a la oscuridad se miraba en los cristales sonriéndose a si mismo y esperando que se hiciese otra vez la luz para asombrarse de nuevo con la siguiente estación.
Sólo me acompañaron dos o tres paradas, las suficientes para crear en mi me memoria uno de los mejores recuerdos de mi anecdotario en el transporte público de Madrid.
Y hoy le dedico esta entrada porque es un campeón y después del susto que nos dio al nacer por unos problemas neurológicos por fin le han dado el alta definitiva.