Abro la nevera y me encuentro una lechuga aburrida y un matrimonio de tomates que hace tiempo que no se dicen nada. Un par de yogures con bífidus activos que digo yo que algún tipo de vida inteligente tendrán (por eso de "activos"), aunque les hablo y no me contestan. Una manzana pocha, que contagia su pochez a otra manzana (como la vida misma, ya ves) y una depresiva tarta de cumpleaños que llora porque ya me cayeron los treinta y se quedó a medias de comer porque las tontas de mis vecinas estaban a dieta, (las figuras de chocolate que faltan se han mudado a la puerta, al lado del rascacielos de la leche de soja y a la sombra del perejil, plantado en un frasco de cristal). Nada comestible. Nada alegre entre tanta decadencia neveril. Ah, espera, que todavía queda un poco de esa mermelada casera que compramos en el pueblo de tu prima, que a mí me sabía a rayos pero que tú te desayunabas todas las mañanas en unas tostadas con café. Voy a tomarme un par de copas de vino tinto, a ver si me atrevo a llamarte para pedirte que vengas a llevarte el tarro... o para invitarte a desayunar.