Esta es una anécdota en partes: la 42ava en la saga del Dr. Kovayashi.
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Una vez concluidos los preparativos, con una celeridad que a juicio del doctor era tan justificable como imperativa, el Timor zarpó rumbo al sur bajo el sol del mediodía. El calor perdía la mesura en la piel del doctor; seguramente más de cuarenta grados, y en aumento. No se requería poseer un doctorado en Física para saber que la carga de radiación solar que alcanzaba la cubierta era tan letal como hundirse en alguno de los remolinos negros que de a ratos se dejaban ver sobre estribor. Kovayashi se bajó las mangas de la camisa para proteger sus antebrazos. Tantos meses de sotobosque umbrío le habían debilitado la piel, ahora blanquecina y ajada.
La corriente fluía hacia el norte en caudaloso descontrol. A los ojos de cualquier viajero desprevenido, esa marcha en la que el mascarón de proa cortaba innumerables olas por minuto habría parecido veloz. Sin embargo, los viajeros desprevenidos escaseaban por esas latitudes. Muy por el contrario, Kovayashi, quien por su espíritu científico se mantenía alerta y asombrado, conocía a la perfección los fundamentos del sistema de posicionamiento global, y pese a que no llevaba consigo ninguno de esos pequeños dispositivos pudo determinar que, en efecto, el avance era lento, excesivamente lento. De haber sabido la distancia que aún tenían por recorrer, cosa que Makraff -astuto diablo de mar- se cuidó muy bien de revelar, habría podido estimar que tendrían por delante más de un mes sobre las aguas. Y habría desesperado.
El hecho de estar yendo hacia el sur, ese sur tan anhelado, trajo aparejado en el doctor y sus dos micos una especie de tranquilidad inesperada y, como suele sucederle a las personas en situación de haber cumplido un objetivo, incluso uno parcial, la mente del doctor se llenó de pensamientos postergados. Así fue como recordó el sobre de papel madera con los escritos de Feather y Teller. Aunque no todo era de buena calidad literaria, en su momento había leído con fruición las historias de El Gringo y La Lucecita, y aún le quedaban al menos dos capítulos para terminarla. Si el viaje en barco se lo permitía, una vez terminada la saga arrojaría el sobre entero a las turbias aguas del río negro.
Más allá de otros temas menores surgidos al azar, la gran preocupación del doctor era cómo recuperar su vida normal en Buenos Aires. En ese sentido, el retorno a la Facultad y a sus estudiantes era, sin lugar a dudas, la preocupación principal. Hacía un año que había desaparecido sin dejar rastros. Cualquier persona en su sano juicio descartaría la idea de poder reaparecer un buen día y retomar sus tareas donde las había dejado. Kovayashi era en extremo consciente de que él conservaba esa chance: unas cuántas llamadas y zanjaría el asunto. La gratuidad de la educación universitaria no eximía a las Facultades de la UBA de realizar constantemente cierto marketing para captar más alumnos y recursos. Hacía cuatro años que el doctor dirigía el máximo de estudiantes permitido por los reglamentos, y no menos del triple de ese número se quedaban año a año con las ganas. Sí, el prestigio que daba su nombre era un reaseguro, y en los último tiempos el doctor había aprendido muy bien cómo moverse sin escrúpulos por la oscura zona que existe más allá de reglamentos y leyes.
Continuará…
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