Me hospedé en el suburbio de Daishoji, en un monasterio llamado Zensho. Este sitio pertenece todavía a la provincia de Kaga. Sora también se había hospedado en ese templo la noche anterior y había dejado este poema:
Nos separaba la distancia de unas horas pero me pareció que entre nosotros había ya más de mil millas. Yo también, escuchando el viento otoñal, me acosté en el dormitorio destinado a los novicios. Al romper el alba se oyeron rezos, sonó la campana y me apresuré a entrar en el refectorio. ¡Ahora a Echizen!, me dije con brío y salí a toda prisa del templo, mientras unos jóvenes bonzos me perseguían con papel y pinceles hasta el pie de la escalera. En ese momento caían las hojas de los sauces en el jardín. Al ponerme las sandalias, y aparentando más prisa de la que tenía, tracé estas líneas:
"El placer de vivir me hizo olvidar el cansancio del viaje y casi me hizo llorar"
"Desde las primeras líneas Basho se presenta como un poeta anacoreta y medio monje [...]. Su viaje es casi una iniciación". Así habla Octavio Paz en el largo prólogo que antecede al libro "Sendas de Oku" del poeta japonés del siglo XVII Matsúo Basho, libro considerado una de las cumbres de la narrativa y la poesía japonesa Zen.
La obra es, en realidad, un cuaderno de viaje en el que, con breves textos, Basho apunta sus impresiones del camino, de las gentes con las que se cruza y de los lugares que visita. El viaje es el que el propio Basho emprende, acompañado por un discípulo, desde su choza en el Sur hasta las remotas tierras del Norte, más el consiguiente regreso.
El viaje, es casi innecesario señalarlo de nuevo, no supone sólo un desplazamiento físico, sino también uno interior: el viaje, como en tantas obras, es también un lento aprendizaje. El espíritu crece a medida que el cuerpo se desplaza.