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Vigilantes

Publicado el 17 enero 2010 por Ramongil
Vigilantes

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Cuando el gordo me dijo que la noche del viernes era yo el que tenía que ir al matadero me sorprendió. Primero porque no sabía que llevásemos ese servicio y después porque eso significaba que alguien tenía que sustituirme en el museo. Lo pensé un poco y decidí subir de nuevo a su despacho. Quería decirle que tenía que revisar los turnos y que yo prefería seguir con la guardia habitual, que ya estaba acostumbrado al museo, que tenía experiencia y que podía hacer con la vigilancia en el matadero lo que le viniese en gana, que llamase a otro, que yo no iba a ir. Pero una vez en su despacho me falló el ánimo y sólo dije: “Lo del matadero es nuevo ¿no?”. A lo que él contestó, sin mirarme, que sí, y me preguntó si tenía algún problema. Yo le dije que no, que ningún problema, que cambiaba el arte por las vísceras y que estaba bien. Él torció el gesto y siguió con el cuadrante de turnos.
Cuando salí de la oficina del gordo fui directamente al vestuario. Allí estaba Samu terminando de cambiarse. Le conté por encima lo del museo y el matadero.
–¿De dónde habrá sacado “la bola” esa guardia? –preguntó, pero no esperó la respuesta y se fue diciendo algo de su noche libre. Vi como al llegar a la puerta se cruzaba con el gordo. Samu lo dejó pasar, se volvió hacia mí, hinchó los carrillos y llevándose el índice a la sien simuló un disparo. Me quedé con una sonrisa estúpida en la cara mientras el gordo me decía:
–Voy a ir contigo, organizo la ronda y veo cómo es aquello.
–Bien –dije sin tiempo a quitarme la sonrisa.
Me pregunté si no tenía otra cosa mejor que hacer que acompañarme al trabajo. Terminé de ponerme el uniforme, me ajusté el cinturón y monté la pistola en la funda.
Me tocó llevarlo en mi coche. “Después vuelvo en taxi”, había dicho. Íbamos en silencio y yo procuraba conducir rápido y aprovechar los cambios de los semáforos para llegar antes.
–Parece que tienes prisa –advirtió.
“¡Qué diablos!”, pensé, “es mi coche y voy como me da la gana”. Sin embargo reduje la marcha. Él se fijó en una baraja de cartas infantiles que estaba en el salpicadero y la cogió. Era un juego de hacer familias al que yo había jugado con los niños alguna vez. Comenzó a cortar las cartas y a mirar la figura que salía en el corte. No sé lo que veía en las cartas y tampoco me importaba. La baraja llevaba ahí mucho tiempo. Pensé en los niños y, después, como siempre pensé en Clara, mi ex-mujer.
Creí que debía decir algo y dije:
–Era..., es de mis hijos.
–Ya –dijo él –. Continuó barajando y mirando las cartas una a una. Me pareció extraño lo que hacía el gordo. Yo sabía que vivía con su madre, o al menos eso era lo que creíamos todos. Samu decía que era porque ninguna tía lo soportaba en la cama, y al decirlo estiraba los brazos, giraba el cuello y echaba la lengua simulando ser un muerto. Recuerdo que una vez Samu se tiró en los bancos del vestuario y yo me puse encima como si fuese el gordo. Le dije una obscenidad y Samu dijo otra más fuerte. El gordo entró cuando Samu estaba diciendo “Me matas, bolita”.
Estábamos llegando al matadero. Lo primero que sentí fue un olor desagradable y profundo. Aparqué el coche junto a una puerta metálica que tenía un letrero encima: Puerta C.
Entramos y subimos hasta las oficinas donde nos esperaba el gerente, un hombre joven con los dientes pequeños y mal dispuestos. El gordo me presentó diciendo:
–Éste es el vigilante.
El gerente me miró.
–Debemos dar una vuelta por el recinto para marcar los puntos de la ronda –añadió el gordo.
El otro le contestó que lo haríamos después de estudiar los planos de las instalaciones. Mientras los desenrollaba el gordo me lanzó una mirada que no entendí. Tal vez quería que me fuese pero yo estaba interesado en los planos, al fin y al cabo era mi servicio. El gerente empezó a señalar los distintos espacios y salas: las de lavado, la de eliminación de pelo, la de despiece, los depósitos de sangre, las cámaras frigoríficas... Nos decía en cuales no se podía entrar con ropa de calle y cuales eran libres. Cada espacio en el plano tenía pequeños dibujos geométricos que representaban lo que allí había: las mesas, las bancadas, los raíles... “Así deberían ser las cosas siempre”, pensé, “cada cosa en su sitio, limpias y ordenadas”. Volví a pensar en Clara y los niños.
–Hoy el vigilante hará una ronda por aquí cada hora –quiso zanjar el gordo haciendo un círculo con la mano sobre una zona señalada con una A en rojo.
Al gerente no le pareció bien.
–Él solo no puede hacerlo –dijo enseñando los dientes.
Pasaron a discutir algo del contrato, y esta vez fue el gerente el que me dijo que esperase fuera.
Mientras esperaba los podía ver difuminados tras la mampara que hacía de puerta. Eran sólo dos siluetas y pese a todo los encontraba más humanos que antes. Dibujé con la mano sus perfiles y puse nombre mentalmente a las formas: “gerente” y “gordo”. Observé como la forma “gerente” se levantaba y desaparecía. La forma “gordo” cogió el teléfono y habló unos minutos. Discutía. Colgó el teléfono, se llevó una mano a la nuca y salió. Por un instante me había olvidado de cómo era su rostro.
–Ya está todo arreglado. He llamado a Samuel y viene para acá. Mientras me quedo contigo. Vamos –dijo.
Imaginé que a Samu no le habría hecho nada feliz la llamada. Bueno, no era exactamente mi problema. Pasar la guardia con el gordo sí era mi problema.
El último turno de los matarifes y del personal del matadero estaba llegando a su fin. Nos habían dado algunas llaves y, todavía con la gente recogiendo y limpiando, comenzamos a recorrer la zona permitida. Pasamos por la sala previa a la de despiece donde, a través de un cristal, vimos los canales suspendidos en ganchos. Varios operarios limpiaban con mangueras los cajones de la zona de aturdimiento. El olor, la suciedad que resbalaba al sumidero empujada por el agua, me marearon. Me refugié en el plano: los cajones eran rectángulos, la canalización una sección de cilindro, el sumidero un pequeño círculo.
El gordo no se dio cuenta y me recuperé al salir de allí. Nos dirigimos a la puerta C donde se habían encendido dos farolas que daban una luz naranja, muy pálida. El gordo o el gerente habían decidido que esa sería la base. En estos casos lo normal es que mientras uno vigila el otro pueda descansar, o incluso, dependiendo del sitio, echar un sueño. Pero claro con el gordo no era plan. Tampoco ahora sabía que decirle. Él miraba el reloj, yo lo miraba a él y también miraba el reloj. Resolví que haría la primera ronda por la zona que se había marcado. Cuando volví estaba jugando con la baraja, juntando las familias.
Le tocaba a él hacer la ronda. Cogió mi linterna y se fue. Al cabo de quince minutos más o menos volvió.
–Está todo tranquilo –dijo.
–Sí –dije –, muy tranquilo.
La incineradora había dejado de funcionar aunque todavía se percibía aquel olor dulzón y desagradable.
–A ver si se pasa pronto el mal olor –dije por decir algo.
Él, por toda respuesta, maldijo varias veces a Samu y lo amenazó en alto como si yo no estuviese.
Lo mejor para mí era que su atención se mantuviese en la tardanza de Samu. Me fui a hacer la ronda y esta vez me demoré mucho más que la primera. Revisé varias puertas y comprobé las vallas del perímetro. Me acercaba de nuevo a la puerta C cuando vi a lo lejos como llegaba un coche. Supuse que era Samu y me alegré. El coche paró y salió Samu con un paso dubitativo. “Quizá esté borracho”, sospeché. Decidí mantenerme donde estaba, protegido entre un conjunto de fardos que debían ser pieles. Samu caminaba balanceándose hacia el gordo que lo esperaba de pie; al andar abría los brazos y los agitaba. Dijo algo que no entendí del todo, sólo las últimas palabras: “… bola de sebo”. Cuando llegó a su altura el gordo le dio un puñetazo en el pecho. Samu se fue al suelo y yo cerré los ojos. Tuve la sensación de que esa escena ya la había vivido. Abrí los ojos y la sensación se mantuvo. Pensé en la puerta C del plano, un segmento de recta y dos óvalos con dos equis dentro. Samu se había levantado, hacía esfuerzos por respirar y se mantenía inclinado. El gordo intentó darle otro puñetazo pero esta vez falló. Samu se abrazó a él y cayeron. Era como si simulasen un combate de lucha.
Permanecían anudados entre sí, amagando los golpes, torpes, iracundos. Creo que Samu le mordió porque el gordo lanzó un grito agudo. No lo soporté más y dejé de mirar. Me deslicé hacia el suelo apoyando la espalda sobre los fardos. No estuve mucho tiempo así, tal vez unos minutos. Se hizo el silencio. Me incorporé creyendo que todo había terminado. Me equivoqué. Estaban los dos de pie. Samu tenía el arma en la mano. El gordo le decía algo. Miraba el arma y le decía algo. Yo veía dos siluetas, formas detrás de una mampara, una apuntando a la otra. El gordo extendió el brazo hacia el arma y Samu disparó.
Aún mantenía la pistola en la mano cuando lo enfoqué con la linterna. La dejó caer y se dio la vuelta. No me salía ninguna palabra. Olía a pólvora y a mierda. Enfoqué el cuerpo del gordo. Tenía sangre en el pecho. Sus ojos estaban abiertos y parecían mirar la carta de papa esquimal que estaba allí junto a su cabeza, ligeramente ladeada. Recogí la carta y la metí en el bolsillo. Fui recogiendo otras hasta juntar la baraja. Samu permanecía de espaldas sin decir nada.

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margin-left:1.6in;margin-bottom:.0001pt;text-indent:.0in;line-height:18.0pt;
mso-line-height-rule:exactly">Ilustración: Christian Hoischen, Fat and Guilty, 2005

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