Todo lo que nos va a suceder con una mujer lo sabemos, siempre, en el primer momento. En un minuto.
Luego, el simular que no se recuerda, que no nos importa, que las cosas suceden como deben, que el asunto es intrascendente, asegurando eso con graciosa ferocidad como para marcar a fuego la distancia.
Entonces la sinuosidad de los pensamientos, el laberinto personal hecho con cientos de baldosas nocturnas, negativas, hojas secas, remolinos, muchas ginebras, cafés, cigarrillos, y el contar la vida y lo que se espera de ella.
Todo se intuye en un minuto. Sin embargo uno cae hechizado, imaginando mundos imposibles, oyendo tantas palabras de novelas torpes, traduciendo a conveniencia los gestos, los matices de la voz, silbando por los bares de agosto una czarda inventada, sólo para llegar a meterla por fin en una cama, trepando largas escaleras hasta el desván, oliendo el musgo en los canteros y escuchando el tic tic de las cucarachas debajo de la madera del piso de pinotea.
Eran sólo unos minutos durante los cuales se borraba del corazón toda tristeza, tratándola de tan puta como cualquiera. Amándola como jamás antes…rezando porque todo sea cierto.
Hasta que una noche uno se da cuenta de lo que no hizo, o lo que estuvo a punto de no hacer. De lo que hace la gente. Oler la lluvia en el campo, lavar los platos, oír las campanadas de la iglesia, pasar por delante de la escuela donde se estudió, correr, reír, contar las estrellas…
Y subirse al último tren que cierra el alma y enmudecer las nostalgias, para no enloquecer, para no perdonar, para conformarse mudo. Para que no sanen nunca más las heridas de esos besos con sabor a vino dulce.
Un tema que acompaña, y una copa más...
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