Las historias del vinagre y del vino comparten ramajes. Aunque durante mucho tiempo uno ha sido considerado el producto de oxidación indeseado del otro –esto se puede comprobar incluso gramáticamente; la palabra vinagre proviene del latín vinum acre, vino agrio-, lo cierto es que hoy en día, la consideración hacia el vinagre ha ganado muchos enteros.
Las primeras noticias que tenemos sobre la existencia del vino se remontan más de siete mil años desde nuestros días y es un hecho destacado que la mayoría de las culturas clásicas –sobre todo la egipcia, la griega y la romana- lo colocan en el centro de sus celebraciones y rituales, dotándolo así de una importancia que no ha tenido ninguna otra bebida a lo largo de la historia. En ellas incluso llegó a crearse el dios que representaba a esta bebida –Baco o Dioniso- y la tradición cristiana le ha otorgado siempre una importancia suprema, posicionándolo en el centro de la última cena que Jesús celebró con sus discípulos o utilizándolo para motivar su primer milagro en el episodio de las bodas de Caná.
Casi en paralelo, la historia del vinagre llega hasta nuestros días. Y es que aquellos primeros vinagre eran la consecuencia del mal almacenaje del vino, que acababa agriado y perdía así su valor. Se puede decir, por lo tanto, que uno era la alteración natural del otro. No obstante, ya en la Grecia Clásica ciertos autores otorgan al vinagre características medicinales, atribuyéndole efectos positivos como antiséptico en la limpieza de heridas, como analgésico o como elemento de prevención del “mal de melancolía” o lo que hoy conocemos como depresión.
Históricamente, el vinagre también ha sido utilizado en la conservación de los alimentos en modo de escabeche. En zonas donde la pesca o la caza eran abundantes durante una época del año, esta forma de almacenar y conservar la comida se hizo muy común y facilitó la vida a sus habitantes.
En la actualidad sabemos que el vinagre es una solución acuosa diluida de ácido acético, que se obtiene después de que una serie de bacterias conocidas en su conjunto como bacterias del ácido acético oxiden el alcohol del vino y de algunas otras bebidas alcohólicas con un porcentaje de etanol no muy alto. Una característica importante de este tipo de bacterias es que, a pesar de estar formadas por un grupo muy heterogéneo de microorganismos, todas presentan una alta tolerancia a la acidez, de manera que muchas de estas cepas pueden crecer a pH inferiores a cinco.
Pero, ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de pH? El pH es la forma más común y más sencilla que tenemos para medir el grado de acidez de una solución acuosa y se calcula con una fórmula matemática. Medir el grado de acidez, en el fondo, no es otra cosa que medir la concentración de unos iones llamados hidronio -que se representan como H3O+-. A esta concentración de iones también se le conoce como potencial de hidrógeno; de ahí el nombre de pH.
Para medir el pH de una solución, por lo tanto, lo que tendremos que hacer será medir la concentración de este ion y realizar una operación matemática que consiste en calcular su logaritmo decimal, cambiándole el signo al valor numérico obtenido. Este término se usa desde principios del siglo XX, cuando fue introducido por el químico danés Sorensen, por lo cómodo que resulta el manejo de sus unidades. Y baste para simplificarlo un ejemplo. El agua pura tiene un pH de 7, que se considera un pH neutro, así como se habla de pH ácido a los inferiores a este valor y pH básico a los superiores. Pues bien, un pH de 7 quiere decir que la concentración de iones hidronio que hay en esa solución es de 0.0000001 molar. Es decir, un cero seguido de siete decimales.
En nuestra vida de a diario nos hemos acostumbrado a convivir con este término, aunque aún nos cuesta familiarizarnos con ciertos valores de pH que nos permitirían comparar y relativizar. Por ejemplo, el pH del vinagre que podemos tener en cualquiera de nuestras cocinas ronda el valor 3, mientras que el del ácido de una batería de uno de nuestros coches, vale en torno a 1. Un refresco de cola tiene un pH de entre 2 y 3, mientras que el de nuestros jugos gástricos se mueve en valores entre 1 y 2. El amoníaco tiene un pH de 11 y hablamos de lluvia ácida cuando el valor de su pH baja de 5.
En términos puramente químicos podemos decir que una de las diferencias más importantes entre el vino y el vinagre es el pH al que se encuentran, aunque esto sería reducir demasiado una cuestión que lleva acompañándonos desde el principio de la civilización.