Sobre la fachada del edificio se leía, escrito en piedra, “Instituto Nacional de Protección de Menores Dr. Luis Agote”. La misma inscripción se repetía en una placa de bronce amurada a la pared de la recepción, y en cada uno de los folios que una vieja gorda y sucia llenó con nuestros datos. Charly me confesó años después que en ese momento se ilusionó pensando que por ahí el juez tenía razón y que en ese lugar realmente nos iban a cuidar y a enderezar. Pero la ingenuidad le duró poco. El Agote no era la maravillosa institución que todos creían, simplemente era un reformatorio más. Y un reformatorio es, como cualquier cárcel, un basural. Reparar, restaurar, enmendar, corregir, moderar, ordenar. Así se miente la gente para justificarse; las ovejas descarriadas pronto serán útiles otra vez. Útiles, sí. Pero existe una definición más literal para ese “reformar” implícito, mucho más ajustada a la realidad de la institución modelo a la que nos mandaron. Volver a formar, dar una nueva forma; bien clarito y sin problemas de interpretación. Y ahí sí que estamos todos de acuerdo, porque una temporada adentro te convierte. Te transformás en una bolsa de mierda. Una bolsa de mierda enojada. Una bolsa de mierda enojada flotando en la ciénaga oscura y olvidada a donde van a parar los soretes que expulsa la sociedad. No me vengan a hablar a mí de reformatorios.
Nos pusieron en la misma pieza. Era una covacha de cuatro por cuatro con dos cuchetas, una bombita de veinticinco, pulgas por todos lados y un olor a humedad insoportable. Era como estar en el aguante de Maciel, con la diferencia de que las puertas y las ventanas tenían rejas de acero, no había faso ni frula y tenías que pedir permiso hasta para ir a mear. Había lugar para cuatro internos, pero por un tiempo fuimos solamente tres: Charly, el Moco y yo. El Moco era un fenómeno, tenía dieciséis años muy castigados y una cicatriz que le arrancaba atrás de la oreja derecha y terminaba en el medio de la cabeza. Era el vago más feo que vi en mi vida, una cosa horrible, espantosa. Tenía la nariz, la boca y los ojos desparramados sobre la cara como si se los hubieran tirado con un cubilete. Cuando estaba afuera le gustaba jugar con animalitos y después prenderlos fuego en algún baldío; primero experimentó con ratas y bichos chicos, pero le gustaba tanto el olor a carne quemada que se engolosinó y fue por más. Cuando los vecinos se avivaron de la suerte de los pichichos, lo engancharon al toque. Lo mató la ambición, como quien dice. Lo admirable del Moco es que a pesar de la contundencia de las pruebas nunca confesó y se declaró inocente en todas las audiencias que tuvo; creo que por eso en lugar de un año le dieron dos. Los tres nos llevamos bien de entrada. Ninguno jodía a nadie, Charly la pasaba bien, yo estaba tranquilo, y el Moco sonreía todo el día. Todo piola. Hasta que llegó Suárez Castaño.
De entrada hubo una sensación rara. Se notaba a la legua que no pertenecía, que no encajaba. Era un animal distinto. Y eso la manada lo huele. Como se huele el miedo. No supimos nunca por qué lo habían mandado a esa tumba con nosotros. Fue un acto perverso que desnudó la inoperancia de las autoridades a la hora de tomar las mejores decisiones. Al mandarlo ahí, a revolcarse en la mugre del reformatorio para que aprendiera a ser un hombre derecho, le clausuraron cualquier posibilidad que hubiera tenido para salvarse o redimirse; al enterrarlo vivo en el “Instituto Nacional de Protección de Menores Dr. Luis Agote”, a Joaquín Alberto Suárez Castaño le cagaron la vida. Así de corto. Suárez Castaño era dos años más grande que Charly y yo, y uno más que el Moco, pero físicamente aparentaba trece o catorce. Era un alfeñique. Parecía una nena; pelo rubio lacio, piernas flaquitas, tenía la piel lechosa y los ojos pardos, las manos bien cuidadas y la espalda derecha. Todo el tiempo impecable, de punta en blanco, siempre olía a colonia y tenía la pilcha limpia. Comparado con la lacra que lo rodeaba era una flor en un yuyal. La familia lo visitaba todos los sábados, le traían morfi, cigarrillos (de canuto, arreglando al vigilante de la sala de visitas para que se haga el gil), chocolate, ropa y algunas revistas. A Charly no le caía bien, al Moco más o menos, y a mí me chupaba un huevo. Mientras no me rompiera las pelotas, estaba todo bien. Lo que sí me daba bastante bronca era que los celadores lo trataran mejor que a nosotros, como si el señorito no hubiera hecho nada para estar ahí. La verdad era que la familia Suárez Castaño estaba podrida en plata y el padre de Joaquín había adornado, desde el director del instituto para abajo, absolutamente a todos. Sin embargo, a pesar de la ventaja con la que corría, el pelotudo de Suárez Castaño lloraba de noche. Muchas veces me despertaban los pucheros y suspiros que el pobre infeliz intentaba ahogar contra la almohada, porque era flojo pero no gil, y sabía que en esos lugares la debilidad es mala palabra. Hay que aguantar, muñeco. En la larga, el que llega es el que aguanta. Y ahí adentro tenías que bancártela sin chistar. Nos obligaban a estudiar, a trapear los pisos, a lavar los baños, a cocinar, a bañarnos tres veces por semana, hasta nos hacían rezar todas las noches antes de cenar y el que no se sabía la oración o se equivocaba se iba a dormir sin comer. A Suárez Castaño no lo obligaban a nada. Ni a ir a clases, ni a limpiar, ni a levantar la mesa. Nada. A los tres meses Charly ya lo odiaba, lo ponía loco darse cuenta de que todo eso era un circo. Reformatorio las pelotas. No es culpa nuestra ser pobres, me decía. Cada día que pasaba yo me daba cuenta de que Charly sumaba enojo y decepción, y canalizaba todo en la figura de Suárez Castaño como si fuera el único culpable de la vida de mierda que nos había tocado; empezó a detestarlo gradualmente hasta llegar al punto de no soportar tenerlo adelante. Lo miraba con un odio que yo nunca le había conocido. Era tan fuerte el sentimiento de Charly que creo que me lo contagió, o por ahí es algo que se lleva en la sangre, no sé, y yo también empecé a perderle la paciencia; la armonía interna que existía cuando éramos solamente Charly, el Moco y yo, se había roto con su llegada, y creo que los tres elegimos inconscientemente el mismo cordero para sacrificar.
Durante el día había hecho tanto pero tanto calor, que esa noche de febrero la piecita era un horno. No corría una gota de aire, el ambiente era un caldo hirviente, transpirábamos como chanchos y nos revolvíamos entre las sábanas húmedas tratando de conciliar el sueño. Cerca de las dos de la mañana Suárez Castaño se puso a llorar. No fue el moqueo acobardado de siempre, fue un llanto fuerte y sonoro, con espasmo, gritito y todo; un llanto finito de minita histérica y desconsolada. El Moco y yo le pedimos dos veces que se tranquilizara y que nos dejara dormir en paz, que no sea maricón. Pero no hubo caso. A la tercera, Charly se bajó de la cucheta, le metió un cachetazo y le dijo “Calláte porque te fajo. Dejáme dormir”. Fue peor, Suárez Castaño empezó a llorar más fuerte y trató de decir algo que no entendimos. Ahí nomás Charly le acomodó dos piñas en el medio de la trucha, se sintió un trac seco y la nariz de Suárez Castaño empezó a chorrear. “Ahora te callás y te dormís.”, le dijo Charly y se volvió a acostar. No se escuchó nada más en toda la noche. Al otro día cuando nos despertamos la cama de Suárez Castaño estaba vacía y las sábanas teñidas de rojo tiradas en el piso, hechas un bollo cerca de la puerta. Los tres bufamos resignados. Los celadores entraron a los gritos. Pendejos de mierda. Acá van a aprender. Al patio. En pelotas. Cinto. Manguera. No llores Moco, aguantá. La zarandeada duró diez minutos pero para mí fue como una hora. El Moco perdió dos dientes, Charly se ganó una fisura de costilla y yo terminé con par de chichones y un derrame en el ojo. La sacamos bastante barata, porque cuando se embalaban los matutes esos eran unos sádicos hijos de puta. Después nos arrastraron a la Cucha. Cuando te mandabas alguna cagada te encerraban ahí hasta que se te pasara la rebeldía, te relojeaban cada tanto para ver si te habías aflojado o si seguías en pistola. Era el peor lugar en el que podías estar dentro del Agote. Así son los métodos modernos. Palo y galletita, como a los perros: si te portás bien comés, si te portás mal cobrás. Nos pasamos tres días en la Cucha. Pensando. No había mucho más que hacer. Cuando estás aislado, incomunicado, casi inmóvil, metido en una celdita de dos por dos, el marote te empieza a carburar a mil por hora hasta que te agotás, te dormís, después te despertás y seguís carburando hasta que te volvés a dormir. Llega un punto en el que pensás que te estás volviendo loco. Es muy irónico que se plantee la reclusión como una herramienta por la cual un hombre perturbado, abrumado por la introspección que le produce el aislamiento, reflexione y recapacite sobre su vida hasta encontrar la manera de redimirse. Al contrario de lo que dicen muchas teorías escritas por esos perejiles que nunca salieron de su casa, el ejercicio intelectual bajo esas condiciones no sirve para un carajo. Lo único que logra ese tipo de castigo es juntar toda la violencia reprimida y clavártela en la frente como un mandamiento primitivo; por eso la única idea sobre la que Charly, el Moco y yo reflexionamos a fondo durante esos tres días fue la venganza.
Nos dejaron salir un viernes después del almuerzo y antes de la siesta. Nos encajaron el escobillón, el estropajo, el balde y el carrito de limpieza. Limpien, guachos. Si queda una sola mancha vuelven a la Cucha. Éramos muy pendejos. Fuimos unos idiotas al creer que la tranquilidad de esa hora muerta era una ventaja. Encaramos derecho para la pieza sin decir una palabra, lo único que queríamos era cagarlo bien a trompadas. No nos importaba volver a la Cucha. Cuando es así tenés que marcar la cancha de entrada porque si no te toman de boludo, todas las cuestiones se dirimen bajo la ley del más fuerte. Te tenés que hacer respetar, si no te respetan no sos nadie, ni adentro ni afuera. Pero a nosotros no nos preocupaba el afuera, nos quedaba todavía mucho trecho que remontar en ese reformatorio de mierda. Hacía un calor terrible. Suárez Castaño estaba tirado en calzones en una de las cuchetas, parecía dormido, ni se mosqueó cuando entramos. Recién reaccionó con el baldazo y el palazo que le di con el mango del estropajo. Pegó un grito, se paró y amagó plantarse. Temblaba. Tiró una piña y embocó a Charly en la trompa. Ahí nomás el Moco le puso el balde de sombrero y yo le di una patada en las bolas. Charly sangraba. Suárez Castaño cayó al piso. El Moco y yo nos tiramos encima. Le puse la rodilla en la espalda y le empecé a dar en los riñones con todo el odio que había acumulado en la Cucha. El Moco le daba con el balde en la cabeza y le gritaba en el oído “Hacéte el pija ahora, boludito”. Suárez Castaño lloraba. Tenemeló, dijo Charly. En la pieza de al lado se escuchaban voces pero nadie se asomó. Tenemeló, repitió Charly. Suárez Castaño lloraba. El Moco lo agarró de los pelos y me miró con su sonrisa deforme. Charly trabó la puerta. Me tiré encima del cuerpo vapuleado de Suárez Castaño y lo sostuve contra el piso. Suárez Castaño lloraba. Dale que ahí vienen, dijo el Moco. Los pasos de los celadores se escuchaban cada vez más cerca. Charly agarró el estropajo. El Moco seguía riendo. El grito de Suárez Castaño me heló la sangre.