Al alba, el aguacero sorprendió a la ciudad. Una lámina horizontal de agua limpió el aire en cuestión de minutos, y los colores revivieron una vez más. El barrio se engalanó con el verde de los líquenes sobre los muros y con el rojo de los semáforos y las rosas chinas; hasta el adoquinado gris parecía feliz en su dureza. Con suerte, pronto llegaría el sol y el nuevo día sería una fiesta. Así lo entendía Kovayashi, que desayunaba en la cocina mientras disfrutaba del canto de un zorzal en el jardín. No pudo evitar asociarlo a los cuervos imaginarios de Scalisi, y se rió con tantas ganas que por poco se le trabó la carretilla. El ejercicio nocturno le había abierto un apetito voraz y gozaba de un buen humor que no se correspondía con el de alguien que acababa de asesinar por primera vez en su vida.
La lluvia se convirtió en garúa y luego en aire húmedo. Justo entonces, varios golpes sacudieron la puerta de entrada. El ojo de pez no mentía: en el umbral estaban la Señora W. y Rómulo, su marido, quienes ingresaron a la casa atolondradamente y sin saludar. Ella no disimulaba la desesperación; en sus ojos irritados Kovayashi vio que había estado llorando.
_ “¡Se murió Scalisi! ¡Se murió Scalisi!”, gritaba la Señora W. en el living, tomándose la cabeza entre las manos y sin reparar en el apuro del doctor por ocultar el traje de ninja que había dejado sobre el sillón. La sacudida hizo que una cajita de cartón con inscripciones chinas se escapara de un bolsillo del traje. Al sopesarla, Kovayashi notó que estaba demasiado liviana. “¡Está vacía!”, gritó en silencio y empalideció como si su alma se hubiera descarnado. En la vorágine del asesinato había olvidado desclavar del cuello del muchacho la estrella ninja que le enviara Wang. Kovayashi supo que su error lo pondría entre rejas por el resto de sus días.
_ “¿¡Cómo!? Si ayer estaba más fuerte que un roble…” preguntó el doctor, tratando de disimular.
_ “No lo sé, no lo sé… Esto es terrible, doctor. Esta mañana temprano escuchamos el revuelo enfrente. Había una ambulancia y un patrullero…”
_ “¿Policías?”, interrumpió Kovayashi, menos sorprendido por la muerte del viejo que por saber quién (¿un testigo?) había llamado con tanta celeridad al 911. Si su “amigo invisible” había vuelto a la carga, no lo estaba ayudando en nada al llamar a la policía. Kovayashi hubiera preferido que los vecinos descubrieran a Scalisi cuando su cuerpo se descompusiera.
_ “Sí. Rómulo y yo hablamos más temprano con un oficial. Scalisi murió de un ataque, en su cama. Tenía una ballesta en la mano y la ropa manchada de sangre… ¡una ballesta! Pero eso no es lo peor: nos dijo el policía que anoche aparecieron dos cadáveres en Tres Sargentos y Roca. Uno estaba degollado, y el otro… ay, doctor de sólo pensarlo me dan vahídos… ¡¡el otro tenía una flecha de ballesta clavada en el pecho!! Horrible, horrible. ¿Se da cuenta? Anoche el viejo se volvió loco y salió a matar gente. Esos dos podíamos haber sido nosotros o usted. No lo puedo creer, y no sé qué vamos a hacer…”
_ “Usted no va a hacer nada”, dijo Kovayashi con sequedad. “Se va a ir derechito a su casa con Rómulo y se va a quedar allí. No es conveniente molestar a los policías. Tómese este calmante, descansará como un angelito.” Kovayashi le dio la misma pastilla que lo había puesto en coma. Con la Señora W. neutralizada químicamente, podría pensar alguna estrategia para preservar su libertad y buen nombre.
_ “Gracias, doctor; acá el único ángel es usted.”, dijo W. mientras miraba de reojo el tablón de pino Paraná que Kovayashi había usado de blanco para su estrella ninja. De inmediato, la Señora W. y Rómulo, que aprovechando el alboroto había dado cuenta del desayuno del doctor, regresaron a su casa.
Dos horas después, Kovayashi cruzó la calle rumbo al departamento del finado Scalisi.
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