Vivía en una casa administrada por una mujer quiromántica que tenía un defecto extraño en el pie izquierdo. Los oficios de la mujer eran más bien decepcionantes: curas a distancia, lectura de sueños, sanación del aura de mascotas.
En la casa vivían cerca de ocho inquilinos. Estudiantes jóvenes y una mujer solterona, alta, y asomada siempre a las persianas, y dando largos paseos por la ciudad casi siempre fría en aquella primavera.
Los domingos se oía alguna música, tal vez algunos de los trozos más vulgares de Pink Floyd, y todos los inquilinos despertaban tarde. En las noches, cualquier día, alguien tocaba una guitarra. Canciones de Freddy Mercury, esa cosita loca que es el amor. Algo decaía en la mano izquierda, torpe, del guitarrista.
En las tardes, si había algo de sol, la mujer alta se sentaba en el patio, y a veces llegaba la adivina, y hablaban del pensamiento positivo y cómo las enfermedades estaban conectadas al pensamiento negativo. Se contaban algo de sus muertos: las madres en especial. Y de las tareas que un gurú del barrio, que daba cursos de yoga, o de pensamiento zen, le habían dejado a la practicante. Por ejemplo, buscar pasajes del Evangelio en que Jesús no estuviera solo sino actuando con grupos. Y luego dos o tres historias de cualquier otra religión. Podía ser hindú, o maya. “Incluso mapuche”, decía la mujer. Pero historias en que el profeta estuviera en medio de un grupo.
Tenía el arte de la jardinería. La criada negra regaba con la manguera aquellas flores que eran la verdadera obra de arte de la mujer impedida. Se sabía los nombres y sus taxonomías, casi de una forma impresionista: era una especie de Monet imaginaria maniatada por el New Age.
Allí tuvo su primer sueño vagamente erótico: la mujer alta mordía suavemente sus testículos. La sensación se disolvía en otras muchas imágenes.
Tuvo después que pasar un día en un hotel de un barrio de clase media alta. La casa de inquilinos quedó atrás, y la primavera se había instalado por fin. Para distraerse en la tarde paseó viendo las tiendas, hasta que entró en una librería de esoterismo. Los filósofos hindúes del espiritismo, la adivinanza y el buen vivir (el vivir seguro, el vivir libre, el vivir tranquilo) estaban ahí, y el administrador de la librería conversaba casi en voz baja con otro hombre y una mujer. El tema eran los cánceres y las curas milagrosas.
Cenó en McDonalds. El pollo grill. “Desea agrandar”, dijo la muchacha. “No”, dijo él. La muchacha tenía unos ojos negros muy profundos que sabía enfatizar de manera casi virtuosa con rímel en los párpados. Era pálida, angulosa y alta.
Volvió al hotel que estaba casi vacío. El hombre de turno le explicó que la puerta de la escalera quedaba con llave por la noche, pero que se abría por dentro, en caso de que, dios no quiera, pase algo.
Su cuarto estaba en el cuarto piso. Al otro lado había alguien que tosía. Sobrevendría el insomnio de cualquier noche de hotel. En la TV pasaban una larga entrevista con José Emilio Pacheco en ocasión del premio Cervantes. Hablaba de los ríos del DF que habían sido cegados por el asfalto. Él recordó Providence, RI, y aquel río visto recién en junio que, al contrario, estaban reabriendo. Aguas subterráneas, naturalmente subterráneas que nunca ven el sol y que Vicente Aleixandre había puesto en un poema. Un poema que leyó hace veinte cinco años en Matagalpa. Esas aguas nunca dejaban de pasar y se las encontraba ahora en esta ciudad. Esas aguas que nunca dejaban de pasar.
Estuvo despierto mucho tiempo después de haber apagado la TV y la luz. El olor de cenizas de cigarro lo atosigaba. Llevó el cenicero al baño y cerró la puerta. Se asomó por la ventana, un gato caminaba por una tapia. Volvió a la cama. Toda esa gente rotando en torno a la librería, y trozos de conversación, y mujeres estilizadas, disciplinadas en gimnasios de aquel barrio, y las historias del jardín y las aguas subterráneas lo mantuvieron despierto hasta muy tarde.