Vivíamos en una casa en forma de herradura, hundida en un terreno inclinado. Era una casa oscura ya que estaba rodeada de árboles frondosos que habían crecido demasiado rápido para lo que mis papás habían podido preveer. En el jardín frontal teníamos un limonero muy oloroso, un laurel de la india, una jacaranda y un ficus. En el jardín posterior teníamos un mango, un platanero, un árbol de naranjas chinas, y una palmera. Todo este repertorio fue planificado y sembrado por mis papás. A veces me gustaría acceder a ese proyecto inicial y compararlo con lo que fue el lugar donde viví por 18 años. No tengo muchos recuerdos del crecimiento de los árboles pero tengo la constante sensación de vivir dentro de una especie de bosque, siempre fresco por la verde compañía de nuestros vegetales amigos.
En la esquina de la calle había una casa de una familia que venía no mas de tres veces al año, pero en su interior había un tesoro que motivaba escapadas furtivas para hurtar el tan ansiado premio, un árbol de granadas adulto y generoso que siempre guardaba jugosas y dulces joyas que aparentemente nadie disfrutaba. El granado del vecino era mi árbol favorito por su delicada belleza y la maravillosa opulencia de aquello que sin importar el momento del año tan generosamente nos regalaba.
En pre primaria a veces intentaban también incentivar esta pasión por la naturaleza y recuerdo un día en especial que habían traído un cargamento de jóvenes plantitas que fueron entregadas a cada niño al salir de clase. Al mío lo llamé Lorenzo y lo plantamos en el jardín frontal en frente de nuestra ventana.
Tuvimos una infancia tumultuosa, mi papá había sobrevivido a la temprana muerte de sus padres cuando tan solo tenía quince años, pero quizá no había sido aquel el peor trauma de su vida, sino todos los años anteriores teniendo que aguantar las constantes golpizas y abusos a mano de su propio papá. Así que mi papá a su vez creció para convertirse en un señor torpe en la capacidad de expresar el amor y a su vez en un abusador emocional y psicológico. Como recordatorio a su propio proceso de dolor y resentimiento, teníamos los palos de golf predilectos de mi abuelo, recibiendo el castigo de la lluvia y las inclemencias del tiempo de Cocoyoc, como el sol abrazador o nuestras propias mascotas que de vez en cuando robaban alguno de los palos para corretear gozosos a lo largo del jardín.
Me gustaba mucho el platanero, dotaba nuestro patio trasero de una apariencia de lujo tropical, pero es verdad que se trata de un árbol exuberante y productivo cuya velocidad en el crecimiento era simplemente agotadora para el endeble propósito de mi papá de cuidar de las criaturas vivas de aquella casa.
Mi papá tiró a hachazos el platanero, dejando un tronco taciturno en lugar de la verde maleza. Odié a mi papá aquel día como muchos otros en los que maltrataba a mi mamá, a mi hermano o a mis mascotas, pero para mi sorpresa sobre aquel triste tronco rápidamente crecieron pequeños retoños de doble frondosidad que crecían mas rápido de lo que mi papá podía sacar sus herramientas.
Saco el hacha otra vez, cortando los retoños y el tronco nuevamente, pero los retoños sonrientes y risueños se empeñaban en seguir saliendo, burlándose impunemente con su inagotable voluntad vital.
Finalmente, harto de este infeccioso deseo, compró un galón de gasolina y bañó el pobre tronco recién cortado. El árbol finalmente dejó de insistir y dejó ese triste rincón del jardín despoblado y vacío.
A los dieciocho me fui de casa, un poco como aquel árbol cortado y bañado de gasolina, dentro de mi como en el platanero, vivía aquel insistente deseo de supervivencia pero hay momentos en la vida que te encuentras con aquellas sustancias perfectas que tienen esa capacidad de inhibir tu crecimiento.
Tiempo después los asalvajados ficus del jardín frontal comenzaron a levantar la casa con sus fuertes raíces y hubo que también erradicarlos para mantener los cimientos funcionales. La casa se veía bonita, porque a su vez nivelaron los jardines y todo se veía como una casa mas luminosa de gente normal. Entre otras cosas, al nivelar los jardines Lorenzo quedó enterrado bajo la tierra, un árbol delicado y blandengue que nunca había dado señas de crear nada particularmente especial. Como yo.
-Lo siento mucho, me dijo mi mamá.
Pasó mucho tiempo entre cada visita a mi vieja casa y así como cambió la casa, también cambió la relación de mis papás y finalmente se separaron.
Un día, cuando eventualmente después de una procesión de interminables conflictos pudieron vender aquella casa con los árboles sobrevivientes, me contó mi mamá muy sorprendida.
-A que no adivinas, fui a la casa y te acuerdas del árbol ese que quedó enterrado cuando remodelamos la casa? Aparentemente ha conseguido salir a la superficie después de quien sabe cuantos años y además, es un árbol de granadas.