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Todos somos olímpicos. Están los atletas que se rompen el lomo para dar lo mejor de sí, pagados o no pagados. Encerrados en la villa olímpica mientras esperan su cita con el destino. Diez mil soldados del deporte esperando convertirse en los Diez Mil Inmortales. Con medalla o sin medalla, cada uno será inmortal a su manera, por lo menos para sus familias. No cualquier nombre sale en los periódicos del día siguiente.En nuestro país, el solo hecho de llegar a una olimpiada es un logro inmenso. Los que van se pueden contar con los dedos de una mano, con harapos o sin harapos no se pueden quejar. Muy exigentes son los burócratas locales del olimpismo, más estrictos que los funcionarios chinos a la hora de seleccionar los candidatos. Salir en la lista es más complicado que ser seleccionado astronauta para un viaje a la luna. Pero más complicado todavía es figurar en la lista de los privilegiados que no han desarrollado un solo músculo salvo los de la cara. No cualquiera va a las olimpiadas del placer.
Estamos nosotros, millones de anónimos, pegados del televisor recibiendo sobredosis de imágenes deportivas. Cada cuatro años odio el fútbol, no tiene nada de olímpico. Pero odio más a los lúcidos detentores de los derechos de transmisión en abierto que se les ocurre poner la señal del fútbol como si no existieran otras disciplinas. Si alguna vez Bolivia gana una medalla que no sea por fútbol. No es sacrificio, es placer remunerado.
Sacrificado es que mujeres diminutas entrenen años para levantar más de dos veces su propio peso. Nunca me ha interesado la halterofilia, pero ver semejante derroche de energía y concentración me ha hecho sentir por lo menos respeto. Aprovechando la ola olímpica, he querido contagiarme de su espíritu acudiendo más a menudo al gimnasio, “mantenimiento de la máquina para que no se ensarre” solemos decir. No saben cómo los usuarios de los fierros, casi todos varones, interrumpían sus rutinas para observar la fuerza hercúlea de esas mujeres. Murmullos de admiración como mejor homenaje. Y lágrimas de emoción en el podio por el trabajo bien hecho. La impronta de la medalla como testimonio. Eso es olimpismo puro.
Como estoy imbuido de espíritu olímpico, estos días se me antoja quedarme clavado frente al televisor, descansando de la rutinaria obligación de vivir, extasiado por la gimnasia artística y aburrido por el bádminton llevando estadísticas, descifrando banderas y contando medallas, y en el ínterin seguir yendo al gimnasio para estar a la moda, aunque sea por dos semanas. Lamento comunicar que no tengo mucho tiempo para ejercitar los dedos frente al teclado, y aunque lo tuviera, no estoy para seguir quemando neuronas. La pereza permite ahorrar energía. Me gusta ser ecológico, procuro no respirar más de lo debido. Deportista soy, pero en cuestiones de amor no soy ningún atleta, mucho menos por el hecho de que hace poco una linda fémina pasó olímpicamente de mí. Retener su mirada fue más agotador que una gesta maratónica. Un ciento de millas, un ciento de millas, cada vez más lejos de su corazón, consolado apenas por esta cadencia melancólica, cortesía de The Hooters, una banda que acabo de descubrir.
Pero ninguna canción, ningún beso, pueden compararse con el regusto inefable que deja el leer una y otra vez un final como éste. Solo los que desprecian olímpicamente la vida, viven sin ataduras y piensan igual. Como Emil Cioran. Para que algunos nos vayamos muriendo poco a poco. Y con gusto. “Me hace feliz el haberlos hostigado con mis textos y colaborar con esa irredimible aventura que lideran. Les deseo el mejor de los fracasos ‑dijo al despedirse mientras regresábamos de comprar el pan; ondeó su mano en el viento y en un grito que todavía atraviesa nuestra memoria nos dejó sus últimas palabras‑: Chers amis, ¡adiós... y mucha ironía! Lo vimos alejarse bajo la lluvia de París en el atardecer. Nos sentamos en un andén para recobrar el aliento y permanecimos en silencio sintiendo venir el llanto. En la distancia había desaparecido ese hombre que se quiso sombra”. -SÓLO SE SUICIDAN LOS OPTIMISTAS- (Texto de Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo)