Glorieta, parque de Satipo.
mi alegría por volar era tanta que lo único que me interesaba era mirar hacia atrás, a través de la ventanilla, para ver cómo el cielo limeño gris y opaco iba transformándose en uno azul intenso y sacudido después por relámpagos y truenos y luego oscurecido por una lluvia tan densa como jamás había visto en la vida. Pese a todo, no sentía miedo. suponía que volar era así, y ni por un momento pensé que el avión podría caer. Eso no entraba en mis expectativas. Yo solo me sentía feliz por vivir una gran aventura. Volaba a la selva. Vería cosas nuevas, gente nueva, y empezaría a estudiar en un colegio nuevo.Años después subí por segunda vez a un avión para ir de vacaciones a Venezuela, corría el año 1976, y mi segundo vuelo fue en un DC-10 de Alitalia. Maravillada por el flamante avión con azafatas y asombrada por las comodidades, la comida y el que existiera baños, fue otra gran aventura. El miedo a los aviones empecé a tenerlos después, mucho después, y si me preguntan, realmente no sabría decir con exactitud a qué se debe. Tal vez he visto demasiados programas de catástrofes aéreas.
Cuando somos jóvenes no tenemos noción del miedo a lo desconocido, al menos era mi caso. Cada vez que debía enfrentarme a una situación ajena a mi entorno sentía curiosidad más que angustia, emoción, más que temor. Pero esa sana sensación se va perdiendo con los años. Me he vuelto más precavida, ya no sería capaz de subir otra vez al volcán La Soufriere, en plena erupción, como cuando lo hice en Guadalupe en el 77 a mi regreso de Europa. Ni mucho menos hacerme pasar por reportera en calidad de traductora para que me dejaran montar en un helicóptero para sobrevolar el volcán casi con medio cuerpo fuera sujetada por unos arneses.
La Soufriere, se nota la rajadura en la montaña. Foto actual. En el 77 todo estaba cubierto de cenizas.
Sin embargo, hoy en día también tengo otros retos. Ser escritora es uno de ellos. Cuando empecé a escribir y enviaba mis manuscritos a grandes editoriales y concursos conocidos tipo Premio Planeta o Alfaguara, una amiga, Cointa Marcano, me decía que yo era audaz. En el momento lo interpreté como un halago. Ahora sé que se refería a que yo enviaba mis escritos sin siquiera haber pasado una revisión y esperaba competir con los grandes. Eso es audacia. Y más escribir sin haber seguido un curso o un taller de narrativa. Ella es de las personas que no aprenden por el método de "ensayo y error". No. Mi amiga tomó un curso en el ICREA y cuando nos reuníamos me enseñaba lo que aprendía. Iba a mi taller de costura y hablábamos mucho. Aprendí varias cosas que puse en práctica, pero no fueron suficientes. Fue mucho después cuando aprendí de otra manera y de uno de los mejores maestros que he tenido. Y todo lo hice corrigiendo mi novela "La búsqueda". Después fue más fácil, ya podía detectar las fallas, las expresiones sin sentido, la falta de sintaxis, aprendí a evitar los pleonasmos, la falta de continuidad y también a utilizar los guiones para diálogos, a insertar los incisos adecuados; las digresiones oportunas, "el tempo" y "el ritmo" poniéndome en los zapatos del lector, porque para él escribo. Ese lector que compra mi libro y espera encontrar una gran historia.Ahora que recuerdo algunos pasajes de mi vida caigo en la cuenta de que tal vez me guste escribir novelas de aventuras porque en el fondo soy una aventurera. Nunca dejé de serlo aunque ahora sea más prudente. Ahora hago que mis personajes vivan momentos que a mí me hubiera gustado vivir.
¡Hasta la próxima, amigos!