Va de vuelta a casa en su coche, y una canción que empieza a sonar en la radio hace que se acuerde de su bonita esposa, que lo ama, de sus dos hijos, niño y niña, la parejita en la que se ve reflejado en ciertos ademanes. Su mente se llena de sus voces. Se acuerda de su época de estudiante, de sus fiestas, del esfuerzo y del fin de la carrera que sacó con nota, lo que le permitió acceder al buen trabajo que tiene. Gerente. Suena bien. Puede permitirse el lujoso auto que conduce y el precioso chalet que habita, cerca del liceo francés, donde asisten sus hijos, en “La Rosaleda”, la mejor urbanización de la ciudad. Acaba la canción y se ve frenando de golpe, a punto de estrellarse contra el camión de delante. Consigue detenerse pero el autobús que viene tras él, no.
Queda aplastado entre los dos armatostes sin tiempo a nada. Ha muerto.
No. Abre los ojos al tiempo que da una cabezada violenta. Se había quedado dormido. No más de dos segundos. Lo justo para la pesadilla que acaba de tener.
Ya queda poco para llegar a casa. Se acerca la última curva desde la que se ven todas las casas desde lo alto. Siempre que pasa por allí, se queda pensativo mirando el precipicio.
Vienen cosas feas a su cabeza. ¿Cuánto llega a correr este coche?
Pisa el acelerador a fondo rompiendo el quitamiedos y vuela por el precipicio.
Torcuato González Toval