Por qué estos nervios. Si es solo una más de una secuencia conocida. Por qué esta ansiedad. ¿Tan corroída estaré? ¿Será una premonición? ¿Un sentimiento de culpa? Esperé su llamado en medio de esas preguntas monologas que funcionan como cadena alimenticia: devorando la cola de la más pequeña mientras que la siguiente es devorada por su posterior; esas preguntas que no acaban en ningún porvenir, las que están para marear y detenernos y a las que damos existencia por esa necesidad de intentar anular a nuestro primer respondedor. Sentía como una ansiedad amorosa. Su cara no es por mí. Solo estoy esperando detrás de la línea roja. No hay drogas, no hay armas. No robé. No insulté. No me quiero quedar. Esperaba a que ella, sin mirarme como hacía con los demás, diera la indicación mediando un gesto limpio con su mano de leche y oro negro para que avanzara y pudiera, al cabo, pellizcar mi frente con su mirada. Buenas noches; buenas noches. Documentos, por favor. Sí. ¿Motivo de su visita? Placer y curiosidad. ¿Así que otra argentina curiosa? Sí, argentina. Bienvenida a La Habana. Gracias. Porque tantas veces había querido ver a la Cuba de Fidel; tantas veces me habían hablado del país de la revolución que persiste, tanto había leído, en mi época ya añeja de ideales, que lo que sucedía era, al menos para mi posible estado de consciencia, la materialización de eso que llamamos rotundamente Un Sueño. Y entonces yo, que creía que lo que se imagina cuando es finalmente soñado acaba con la fantasía, tuve que callar y volver a otro, algún otro punto de fuga. Yo, que creía en las bolitas de mierda del aburrimiento que conlleva cierta edad después de la que, por haber visto ya varias cosas e, incluso, haberlas repetido, quedaba como opción la búsqueda de una tranquilidad espiritual, o la maternidad y su trascendencia, en La Habana tuve que atragantar mi especie y purgarme de ron, amor y sal. ¿Qué hiciste, La Habana, entera Cuba, con mis espejos y con las pocas ideas que quedaban sin cuestionar? Mataste mi admiración hacia tu revolución, es cierto, pero en cambio me convenciste en la fe. De gentes. No quiero que seas mi espejo, sino el cristal que miro de lejos. Y no tengo frío, cuando pienso en él. Ay, Leonel, después de aquella noche de Malecón, todavía guardaba respeto a la advertencia: no hablar con los cubanos, solo quieren tu plata, un trago, o casarse con vos. Sabés entender. Llevo reloj, aunque por entera pensé: para qué quería hablar yo con él, si no era por algo a cambio, en todo caso, también. Caminamos noche y es isla, imaginen, no hay fin sino eternidad. Entre su edad que a pesar de todo era la misma que la mía, el hombre bajó de la patrulla y le pidió identificación. ¡Ay, Leonel! ¿Qué hizo Leonel? Señorita, quédese tranquila, es un control, los estábamos siguiendo por las cámaras y ahí nomás, como caña al pez, sacó sus esposas, lo giró y ¡Ay, Leonel! Ya estabas apresado. Vi tus ojos navegar detrás de un rojo que entendí en tristeza, pero mi reloj de ciudad mandaba: es vergüenza, tiene vergüenza, su mentira fue jaqueada. ¿En qué andarás, Leonel? De detrás del vidrio gastado, moviste tus labios soltando un murmullo que no escuché. Te pedí que repitieras, pero el vidrio del carro policial no se mueve. Bajé un pie del cordón, sostuve mi peso con una mano sobre el cristal, acerqué mi oído y de nuevo no pude escuchar y sin embargo ver, descreída todavía, el camino de tu mano yendo a apoyarse contra la mía. Y entendí tus ojos, sentí tu bronca, a pesar de la frontera que fue el vidrio de aquel móvil, entre vos y yo. ¡El Panóptico también es comunista, demonios! En Cuba está prohibido que los cubanos hablen con los turistas. Porque ellos son cubanos y nosotros, turistas. Pero no crean, imperialistas, esto no es un derechazo hacia ustedes. En todo caso, no voy a hablar de política, es que no entiendo nada, nada más que a Leonel y a sus ojos que soltaron por 10 CUC, y desde entonces, caminamos juntos con metros de distancia. Y lo enseñé a Kenya que mientras dibujaba líneas en mi cabeza, trenzas cocidas igualitas a las de su hija, riendo sobre mi regazo, me regaló mi primer y certero deseo de amamantar. Brindó y me dijo: “Por nuestra amistad”. Y le dije: "Ja". Su simpleza es su regalo y el mío, un frasco de shampoo. ¿Dónde estará la libertad? Dijo: juegas con las cartas marcadas y se rió de mí. Me mostraste tu ron, tus habanos; me mostraste el alfeizar de mi rendición y me recordaste la letra de mi primera filosofía: el que abandona, no tiene premio. Me corriste, me cantaste, me hiciste bajar las cartas; me ganaste, me sentiste hermosa, me conquistaste, me emocionaste, me hiciste la hembra que le dicen y tanto que renegué: una hembra de deseo, de fuerza caribeña, me corriste la coma… Cuba, este cartón se metió en tu mar. Solo espero no estar debiendo estas arrugas -¡oh argentinidad!- sino ya haberlas pagado.