Revista Fotografía

Vuelta a la playa del Gaviero del Silencio. Por Max.

Publicado el 09 marzo 2011 por Maxi

VIDEO RODADO DURANTE LA VISITA

Al final resultó un fin de semana de lo más completo, el sábado trotando por la montaña, por ello, en virtud de la alternancia, el domingo tocaba costa. En principio nos acercamos a Cadavedo, girando un paseo por su playa, encontrándola muy concurrida. Ese día había bajado la marea la tira, lo que dio lugar a que muchas gentes se acercasen al pedrero, a recoger orícios. Los verdes tuvieron que multiplicarse, no daban abasto tratando de controlar a tanto aficionado al espinado manjar, pidiendo licencias, inspeccionando capturas, nunca los imaginé tan atareados y con tanta entrega.

El día estaba oscuro amenazando lluvia, “puede que si” nos dijimos llegando al pueblo de Castañeras, donde abandonamos el auto, continuamos caminando dispuestos a volver a los conocidos acantilados y bajar a la preciosa playa del Gaviero, el camino estaba argayado, aunque no resultó impedimento para seguir a pata. Después de unos diez minutos de marcha afrontamos la bajada, ni que decir tiene que las asemeyas se iban acumulando en la tarjeta, con la sensación en los ojos húmedos y brillantes, por la excitación de contemplar el mágico panorama, nos decíamos: “que seguro resultarían de postal” –como así fue-

Abarcamos de una ojeada la líquida y verdosa llanura, que terminaba adornada en el borde del medio cuenco, con abundantes penachos de espuma blanca. El sonido de la mar llegaba fuerte y nítido, al sendero entre pinos –cargados de piñas- por donde transitábamos. Fuimos perdiendo altura, a través de un camino en zigzag, deteniéndonos en cada revuelta a contemplar las cambiantes visuales del pedrero, y paladear y disfrutar de las mismas. El paraje se mostraba solitario, nadie había elegido aquella zona para recoger orícios, así que pudimos sentirnos doblemente recompensados, visual y espiritualmente, acunados por tanta y tan honda paz.

Era medio día, allá íbamos mi querida compañera Hermelinda y un servidor, caminando como borrachos sobre las pilas de bolos sueltos, que los pasados temporales apilaron sobre la playa, ruxían bajo nuestras plantas y también al reflujo de las olas, dibujando blancas lenguas de espuma en la orilla. Tierra empinada, con barrancas hondas, coronadas por la florida retama que se agarra con cien manos al despeñadero. Quebradas que dan al fiero Cantábrico y por las que suben al amanecer, los dulces sueños que dejan en la playa las sirenas. Está alto el acantilado de piedra gris, tirando a blancuzca, propia para hacer cal. Se siente en el aire el olor de las algas cargadas de yodo y salitre, que te penetra por boca y nariz sin poderlo evitar, aunque lo quisieras. Se divisan escasas gaviotas, y las pocas, tan elevadas como lejanas.

Sería digno de contemplar desde aquí un temporal, con el horizonte desteñido, escuchar el viento gallego, un día de vendaval. A la fuerza tiene que resultar impresionante, sentirlo cargado de salitre, mordiéndote la cara con saña, rascándote la piel como si tuviese uñas, deslizando su salada lija por tus labios hasta hacerles daño. Raspando con fiereza las paredes de roca, arrancando diminutas esquirlas de ellas, escarbando con su picuda pala el arenero bajo tus pies, sentir las ropas incrustadas en la carne, observar como bulle dentro de uno, como si pretendiese traspasar hasta nuestros mismos huesos.

Vuelvo y me revuelvo hacia todos los lados, en derredor del sombrío semicírculo que limita la ensenada, mirando a través del visor de las cámaras, el mar, los acantilados, los bolos, la espuma, los troncos depositados en el borde por las olas. ¿Quién diablos haría este mar tan grande, tan igual, tan plano? Tan diferente a la tierra o el aire, donde puedes ver correr o volar, a animales y pájaros. Los peces en cambio se muestran distantes, lejanos, siempre por detrás del cristal.

Desde abajo no se divisa el pueblo de Castañeras que dejamos y se adivina en la altura, ni se oye el ladrido de los perros, ni hay parvadas de gaviotas ruidosas volando sobre nuestras cabezas, el viento viene del mar, ondulando de paso la líquida llanada y se retacha contra el barranco, inundándolo todo con su sonido. En la orilla, imperan las piedras de cantos romos, solo pequeñas islas de amarilla arena interrumpen aquel mar de bolos, redondos e iguales, a fuerza de siglos de estrellarse entre ellos, empujados por la alfarera y terca agua salada. En el acantilado llaman la atención, matas de retama florida, con un color amarillo intenso, que se turnan y cuelgan, junto con otras de verde pasto, y que contrastan en medio del ocre de las rocas.

Sobresalen de la superficie del agua, hileras de rocas puntiagudas, que la mar cántabra, no logró domeñar, aunque si esculpir con aristas cortantes, al tiempo que resisten inhiestas y desafiantes, contra la bravura del oleaje. El mar no estaba tranquilo, periódicamente hinchaba su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían su espalda con relucientes destellos verdosos. Por momentos se formaban curvas ligeras, leves ondulaciones que iban a más, y que interrumpían por todas partes la gris-verdosa superficie. Un oleaje nervioso, con brioso y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de las rocas y a depositar sobre el arenero y los bolos, albos copos de espuma, que bajo los cenicientos rayos del sol, tomaban los tonos cambiantes del nácar.

En la solitaria y escondida ensenada flotaba un ambiente de paz absoluta, de magia, que nos acompañó y nos mantuvo embelesados bastante tiempo, hasta que decidimos que había llegado el momento de procurarnos el alimento para el cuerpo, el espíritu lo teníamos colmado, lleno a rebosar y con las pilas bien recargadas para afrontar la ramplona y cotidiana vida, durante varios días.

FOTOS TOMADAS EL DÍA DE AUTOS

Vuelta a la playa del Gaviero del Silencio. Por Max.

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