Vale, es verdad, quizás era un poco tonto. O bueno, no tonto, sino que tampoco me preguntaba sobre el porqué de las cosas. Vivía y ya. El mundo a un lado y yo al otro. O los dos en el mismo sitio, pero sin ser buenos amigos del todo. Recuerdo que era miércoles. Uno de esos miércoles en los que no había nada por la tarde. Y aquel día, como siempre, me quedé a comer en colegio.
Siempre éramos los mismos. Chavales cuyo autobús no llegaba hasta dentro de unas horas o niños cuyos padres tenían que trabajar y no podían irse a casa. Por eso los miércoles eran geniales. Bueno, tampoco sé realmente si eran geniales de verdad, pero por los recuerdos que todavía conservo debían ser geniales.
Éramos cuatro gatos y aquello siempre parecía un estadio de fútbol sin espectadores. Se podían escuchar las conversaciones de las personas de al lado y según lo que hubiera en el menú, había días incluso en los que se podía repetir hasta el infinito.
Sin embargo, los miércoles no eran los días más indicados para jugar al juego que más nos gustaba. Resulta que los vasos, esos que utilizábamos para servirnos agua (entre otras cosas, como por ejemplo hacerlos girar como peonzas de una forma que yo nunca descubrí), tenían en el culo unos numeritos grabados, supongo que por algún asunto turbio de fábrica. Pues bien, todos preguntábamos sobre el número que le había tocado a la otra persona en el vaso, y siempre, siempre, le preguntabas a aquella chica que te “interesaba” a ver qué número le había tocado. Y claro, si te tocaba el mismo que “aquella” persona, sin duda alguien de arriba te estaba lanzando una señal y aquel día era un día de fortuna.
Pues bien, el ejemplo anterior ilustra hasta qué punto vivíamos, o vivía, apartado de la realidad. Porque sólo a un niño se le podría ocurrir que algo así tuviera algo que ver con el destino. O no, quién sabe. El caso es que aquel día, como iba diciendo, era miércoles. Un miércoles cualquiera en los que mi amiga Sara y yo siempre nos quedábamos a comer en el colegio.
Recuerdo que aquel día fue traumático para mí. Ella me empezó a hablar de Baltasares, de pintura, de regalos y de padres. Todo revuelto, con sentido, lógica y muy mala leche. Yo me sentía como el lector que por primera vez lee en el periódico que se ha destapado un caso como el Watergate. Pero a lo bestia. Millones de padres implicados en la gran mentira de la humanidad y ningún juez dispuesto a encarcelarlos. Un Estado y unos medios de comunicación totalmente involucrados en la mentira nacional más grande de la historia. Y nadie parecía dispuesto a hacer nada al respecto. Miles de niños engañados, cientos de vidas rotas destrozadas por una mentira.
Sara Goñi (y diré su apellido porque todavía se la guardo, con cariño pero se la guardo) parecía demasiado segura y su argumento cuadraba. Pero yo no me lo terminaba de creer. Así que al salir del comedor, habiendo comido poco porque la comida ya me daba igual, me junté con mi madre que me esperabaa la salida del colegio. Y se lo pregunté.
Recuerdo que aquel día lloré toda la tarde. Sobre todo de tres a cuatro. Sin parar, con grandes sollozos, abrazando a mi madre como el niño tonto y adorable que era. Era mi primera decepción, mi primera desilusión, mi primera ojeada al mundo real, mi primera chispa de venganza contra alguien. El mundo real resultaba no ser tan real como parecía. Por eso hoy, todavía sigo pensando cómo devolvérsela a mi querida amiga de la infancia.
Dedicado con cariño a Sara, con la que el tiempo no pasa y todos quieren pasarlo con ella.