Está convencido de que todos se le quedan mirando fíjamente. Y luego, se sorprende a sí mismo pensando que todos ellos están por preguntarle de quién es ese hilo que tira de sus comisuras y le hace sonreír tanto (a pesar de que para el resto del mundo, son sólo las siete y media de la mañana). Está tan feliz, que le parece que la próxima persona con la que se cruce se parará delante de él, y le preguntará cuánto de bueno era el último chiste que le contaron porque sigue con esa cara de haber reído a carcajadas durante un buen rato sin parar. Está seguro de que todos, al mirarle, buscan los motivos de ese estado de felicidad abrumadora que pinta su cara y le da un brillo especial a sus pupilas. Contestaría, con mucho gusto, que ni chiste ni hilo que tira de sus comisuras ni nada. Que lo que pasa es que ya tiene un sitio donde refugiarse en las noches de tormenta, entre el lunar de la mejilla izquierda y la clavícula de Ella, cuando se abrazan bien fuerte. Podría responder que, por fin, ha encontrado a alguien que marca la constante (pumpum) de sus latidos. Y que desde entonces la vida le parece tan maravillosa, tan grande, tan absolutamente gigante... que no tiene en cuenta el dolor que va a producirle saber que ella, con una nota y una flor fresca sobre la mesa, le ha dejado solito en casa con su felicidad.
Vivita y miércole(s)ando, eso sí, por poco.
Si fuera por este catarro...