Las hojas de los árboles de la calle Doña Crisanta amarillean. Como en París. El día está gris, es el último del verano. En la esquina de la calle Carboneros un hombre subido en una bicicleta GAC espera para cruzar. Lleva un chándal de Castilla-La Mancha, blanco y rojo. O granate. Parece de aquella época en la que existía la necesidad de reafirmar nuestra identidad regional inexistente e impostada. Tiene unas gafas de sol de mujer con horrendos adornos dorados. Los coches giran a la izquierda sin avisar su maniobra. El hombre de la bici cruza, pedaleando con ahínco, con el sillín bajo, casi se da con las rodillas en la barbilla. Nunca recuerdo si el giro es a la siamesa, o a la indonesia.
Flores, mucho más viejo y doblado de un lado —paradójicamente el izquierdo—, camina trabajosamente sujetando una bolsa de la compra:
—Dejad una banderilla para un farias.
La tagarnina le cuelga del belfo; la cara acartonada, la camisa llena de bolliscas, los ojos entornados. Parece como si llevase todo el siglo veinte sobre sus espaldas… y su sordera.
El calvo vigoréxico luce una camiseta negra con palabras blancas escritas en inglés, que seguramente no significan lo que él supone. Un coche sale de la calle de Carlos Morales de Antequera, a su aire y sin ceder el paso. Le gritan, ma non troppo, ya nadie insulta como antes. El tipo del coche desprende violencia y mala leche hasta en el pelado.
La calle de don Carlos Morales de Antequera antes se llamaba la calle Toledillo, es una calle estrecha y diagonal de un barrio de viticultores. Las hojas de los árboles amarillean como en Paris.
En los sueños de este cronista siempre aparece la Ciudad de la Luz, recurrentemente, el último día del verano. Un barrendero con gorra y uniforme de pana, armado de una inmensa escoba de brezo, barre hojas secas de acacia en los adoquines de la calle. Excesivamente meliflua y conocida por ser modelo de postales. En la terraza de ese café del chaflán hay clientes sentados apurando los últimos rayos de sol. En la esquina de enfrente un músico callejero toca el acordeón. Según las ordenanzas de la municipalité, este es el único ingenio musical permitido para tocar en las calles melifluas y de postal. En cualquiera de sus variantes: cromático de botones; cromático de teclas y diatónico. Como no puede ser de otra forma, el acordeonista ataca «La Vie en Rose».
Una señora cruza el paso de peatones de la calle Veracruz. Parece más joven de la edad que representa. Se cruza con otra mujer que parece más vieja de los años que tiene.
El otoño llega. A la zona azul, a la tienda de las bicicletas, a la rectoral, a esos jardinillos que parecen de Pottersville.
Menos mal que el veranillo de San Miguel nos mantendrá unos días en la ilusión del estío («San Miguel Arcángel, /defiéndenos en la batalla. /Sé nuestro amparo /contra los sectarios que fingen ser tolerantes»).