Un verso del poema “Islandia” de Eugenio Montejo sirve de epígrafe al segundo libro de relatos de Pía Bouzas (Buenos Aires, 1968), titulado Extranjeras (Buenos Aires: Editorial El fin de la noche, 2011). El título anuncia quizá demasiado sucintamente la perspectiva fundamental que exhibe este septeto de cuentos: la alienación de la mirada femenina, su separación y distancia respecto al entorno afectivo del mundo, y su alejamiento respecto al universo cotidiano en el que se encuentran inmersas. Tal y como sugieren las líneas de Montejo, que cantan a una Ítaca ajena para imponerle el hogar a su extrañeza, las extranjería de los personajes de Bouzas no radica tanto en la trayectoria geográfica recorrida—turista o emigrante—como en la renuncia a lo que antes resultaba querido, cercano o familiar.
Tales perspectivas se explicitan principalmente en los relatos “Amigas”, “El otro país” y “Cuestiones de familia”, en los que el viaje se produce como causal de las distintas extranjerizaciones, a saber: la de las dos amigas que se rencuentran, una volviendo con su marido del extranjero y con la noticia aún secreta de su embarazo, la otra soltera y “muy porteña” (gentilicio en el que se insiste a menudo en el libro); la de las dos niñas, igualmente, cuya mudanza de un país a otro y de la familia paterna a la materna las confronta con las durezas de la otredad y después, de cara al fracaso de la hermana mayor por adaptarse, con la inevitable separación familiar; y, finalmente, la del regreso de madre e hija al país de su ascendencia, en búsqueda de los restos mortales del abuelo y de un féretro apropiado para portarlos a nuevo destino. En el primer caso, el retorno a casa de la amiga embarazada produce en la narradora el efecto de extrañamiento que, a partir de su condición femenina, primero (el erotismo y la rivalidad), pero luego de su conciencia del tiempo transcurrido y por transcurrir, debilitará los afectos que alguna vez dio por sentados y que la vinculaban con esa persona ajena que ahora es su amiga, llegándose así, por extrapolación, a sentir “extranjera en un país que alguna vez fue mío” (p. 28).
Esa misma renuncia al arraigo simbólico y afectivo se transforma, en el tercero de los relatos mencionados, en la búsqueda imposible de una “urnita especial” que, según dice la narradora, “era un objeto que existía únicamente en su imaginación [de la madre]” (p. 88). Pero el anhelo por recuperar la memoria del padre muerto—el mismo, tal vez, que en “El otro país” queda atrás, en la Argentina, mientras las niñas emigran junto a la madre—es vivido por la narradora como un áspero contacto con la realidad amenazadora, sospechosa, de un Quito sumergido en una huelga general, y cuya constante sensación de peligro le hace desear que “en cualquier momento [su madre] dejaría de insistir ante la realidad inevitable, que me diría hija, tenías razón, la cremación es lo más simple, esto es una locura” (p. 90). El legado, así, deviene en peso, incomodidad, condición identitaria irrecuperable por pertenecer, esencialmente, a un mundo afectivo ajeno y a un mundo social incomprensible.
La contrapartida de este relato la constituye “Una gota de sangre del talón”, enfocado en la herencia genética desde el punto de vista paterno, cuando marido y mujer se enfrenten a la posibilidad de que su hijo recién nacido sufra de un mal congénito que lo haga intolerante a la leche materna. La comunión entre niño y madre se interrumpe así abruptamente, siendo reemplazada por la leche de soya que los médicos recetan y que sólo el padre sabe administrarle: “A lo largo de toda la noche, quien atiende al bebé es Santiago. Yo no sé cómo hacerlo. Intento darle el biberón pero conmigo no quiere, chilla. No sé hacerlo bien. Santiago toma la delantera. Pareciera decir ‘yo protejo a este niño’, ‘yo me ocupo’. Lo dejo. Es mejor así” (p. 134). Esta pugna simbólica por ser quien alimente al infante, quien se ocupe de su nutrición, adquiere otros tintes de cara a la extranjería del padre, reflejada en sus diálogos desprovistos de voceo, y el talante siempre “porteño” de la madre bonaerense: la inversión de responsabilidades conducirá a la madre a un estado de parálisis y distanciamiento, mientras el padre asume el rol alimentador. Sin embargo, el orden familiar se verá restaurado al final, cuando el niño supere sus malestares y pueda volver al pecho materno: el niño retoma la teta a la par que entra “la luz de un nuevo día” (p. 143), un triunfo de la madre patria por encima de la intromisión extranjera, y un giro quizás consolador en este penúltimo relato de un libro repleto de extranjeras.
El libro, no obstante, retoma en la narradora de su último relato la postura de espectador, de visitante extranjero, a través de una postal venezolana que lleva como título “La amorosa realidad de un sueño”, y que se compone, en sus seis partes, a partir del encuentro caleidoscópico de un grupo de ¿amigos? en una fiesta. La presencia de la narradora, de nuevo argentina, sirve de excusa para retratar una cierta intelectualidad local, proveniente de una “generación mimada por la Venezuela saudita, de modo que el talento y el buen vivir se derrochan en sus recuerdos de París y de Roma” (pág. 146), y que aparece aquí celebrándose a sí misma a través de tangos o del violín de la hija de uno de los anfitriones—quien insiste neciamente en hacerla anunciar la autoría cada pieza interpretada—, mientras frecuentes insinuaciones y comentarios malsanos acusan el disfraz con que esta clase intelectual oculta el desprecio que siente por sí misma.
Esa dura crítica, conducente a una pronunciada referencialidad geográfica y cultural, sin embargo, se sumerge en la bruma y la ambigüedad de cara al final del libro y del relato, cuando la despedida signifique un feliz distanciamiento respecto a las realidades locales, transformándolas más bien en “la amorosa realidad de un sueño” (p. 156). Con este pronunciamiento final, la autora parece anunciar su contradictorio interés por renunciar a la impronta local, a la referencialidad geográfica y culturalmente determinada, al mismo tiempo que a su condición de extranjería, definitoria y central en el compendio de relatos, dado que se intuye el regreso a casa tras la despedida antes mencionada.
Si bien ha de admitirse que ciertos títulos resultan algo débiles en su carácter tangencial de alegoría, y que discretos giros conservadores derrumban la anécdota poderosa de relatos como “El miedo de las vacas”, la virtud más evidente de Extranjeras radica en la notoria sinceridad de la exploración anunciada en el título, no exenta, como ya se ha visto, de dificultades y contradicciones; algo que confirma únicamente lo espinoso del tema y de sus alrededores, sobre todo a la luz de un continente irregular y variopinto como el latinoamericano, incapaz de organizarse siquiera en torno a lo propio y lo foráneo. Los giros humorísticos, guiños cómplices al lector que a menudo aparecen en cursivas o entre paréntesis, amén de lo efectivo de las descripciones y lo trabajado del lenguaje, arrojan como resultado un libro de relatos que se sobrepone a sus desniveles, sin duda, a través del pulso desnudo de su escritura.
Ilustración: “Vampiros vegetarianos”, Remedios Varo