Y se vistió de cobardía...

Publicado el 23 febrero 2010 por Lisset Vázquez Meizoso @lissetvazquezmz


Escribí esto hace tiempo en un foro y en el facebook, recordando viejas ideas que leí a principios de los 90 en alguna revista dominical que ni si quiera recuerdo. Me llamó la atención un artículo que trataba sobre el amor, sobre la cobardía. Dos décadas después, en mi mente, esa que fue incapaz de recordar ni qué revista ni quién escribía el artículo en cuestión, recordaba vagamente sobre qué se quejaba su autor y propuse mi nueva versión de lo que él se cuestionaba. Y creo, después de leerlo una vez más, que todos somos un poco cobardes, unos más que otros, pero al final, nos empeñamos en protegernos con la intención de no sufrir y no sé ni para qué lo hacemos, si siempre volvemos a cometer, si no los mismos, nuevos errores.
“El cobarde manifiesta la deficiencia de espíritu que causa el miedo: no se arriesga en amistades ni en negocios, no toma partido ni en el amor ni en pasión alguna que suponga guardar en la misma cesta todos los huevos. Con el tiempo, la mujer o el hombre cobarde, se vuelve receloso y desconfiado, exigiendo que sean los demás los que permanezcan alerta ante el peligro, solucionen los problemas y defiendan su casa de la ruina. Pero no pienses que la cobardía se queda siempre quieta, con la cabeza debajo del ala: el cobarde se mueve, va y viene en el día de aquí para allá, con mucho afán, hace de todo menos luchar. Porque el cobarde necesita ir tejiendo con habilidad en su corazón uno de los caparazones más vergonzantes, quizá el que más degrada al ser humano: me refiero a ese caparazón de hierro oxidado que rebota sin miramientos cualquier compromiso digno con el mundo, con el otro. Y termina por pudrir a todo lo que se le acerca. Es éste un caparazón mezquino que adula con la palabra, que resulta osado en la sumisión y codicioso con las ganancias. Porque su fin, su vida misma, es escaquearse, desaparecer, cuando conviene.
Hay quien nace cobarde. Hay también quien le hace cobarde el crecer entre cobardías, pero hay además aquellos otros que, habiendo sido largamente generosos con su corazón y confiados en sus deseos, deciden cerrar un día las puertas de su interior a cal y canto, y por si fuera poco, entregan sus últimas fuerzas al muro de cemento que ahoga el amor.
Creen estos últimos, que éste es el remedio eficaz para no alterarse más por los despechos y disgustos que lleva consigo el vivir. Es verdad que de esta forma parece que no se sufre, que no le visita a uno el insomnio ni el mal humor y que tampoco se conoce esa sensación terrible de angustia y desazón que termina por cambiar los rictus amables, felices, por la piel gris, por los besos sin sabor. Puede ser, en fin, que el  caparazón glacial de la distancia cobarde, atado y bien atado en hierro forjado, evite el tener que tragar saliva, el aguantar cabronadas. Pero no hay duda, eso sí, que el bienquerer, el amor, muere aterido para siempre.
Observo la manía que tiene la gente de intentar parecer felices a toda costa, en todo momento, y bajo cualquier circunstancia. Se fuerzan a sonreír cuando no les apetece nada, a demostrar constantemente que están encantados de haberse conocido, y que los asuntos varios les van fenomenales. Que no pasa nada, aunque un terremoto haya arrasado sus tierras, sus amores y sus ganancias. Curiosamente parece que esta actitud significa fortaleza, solidez de espíritu. Yo tengo mis dudas. Porque por la vida, por el corazón pasan muchas cosas: el corazón ambiciona y se lleva chascos, es egoísta y vanidoso y le gusta que le mimen, es frágil y voluble, se angustia y es pesaroso y complicado y el corazón, ese corazón sin caparazones, no aprende. Pero, ¿por qué no
admitirlo así?
Lo contrario sería una cobardía.... “