Revista Literatura

Y te están dejando que mueras de sed

Publicado el 11 marzo 2013 por Gasolinero

Este servidor tuyo, coherente lector, lleva una temporada más seco que la Niña de Fuego. Las ideas se amontonan, las anécdotas se alejan y cuesta dios y ayuda encontrar la rueda buena del tema a desarrollar. Mi sequía ¿literaria? es, inversamente proporcional a la climática, cuanto más árido tengo el magín, más agua cae del cielo. El silogismo está a huevo: a menos humedad, más sueltas tiene uno las meninges.

Es domingo por la  mañana, ya es de día. El silencio es absoluto, se oye la lluvia… y el ventilador del ordenador. El agua cae mansamente sobre el asfalto. Los tejados brillan; era la manera que mi recurrente abuelo tenía de saber si estaba el tiempo metido en agua. Descorría el visillo, miraba la cubierta de los vecinos de enfrente —los Rosos, que tuvieran un hijo que se quiso meter a culturista y practicaba con unas alteras que se hizo él mismo, con una barra de hierro de la chatarrería y unas pesas fabricadas con latas de escabeche, de aquellas planas que parecían ruedas de carretilla, rellenas de cemento— y si las tejas relucían es que chispeaba.sequia

Siempre hubo cierta controversia entre los agricultores y la gente con oficios de pueblo sobre si llovía mucho o poco, la lluvia en el asfalto hace charcos enseguida. En el campo y más después de una de aquellas sequias que hace años atenazaban esta tierra, el agua se pierde rápidamente por los vericuetos telúricos.

En una época de aquellas, de sequía propia de Arizona, o de novela de Cela si dijéramos, conocí a un hombre, ya mayor, que anduvo plantando árboles para un paseo que quisieron hacer hasta Pinilla, para que tuvieran sombra los romeros se conoce.

Por cierto, el hijo de estos Rosos, el de las alteras, terminó vendiendo en los mercados, lencería y cosas de esas, bragas, sujetadores, enaguas. Llevaba siempre americana, que le quedaba holguera y no se lavaba mucho el pelo, o usaba una laca buena, pues llevaba los cabellos cohesionados con el cráneo. Tenían otro hijo, mayor que este que digo, que se hizo maestro albañil y anduvo de encargado en una empresa constructora, hasta que la crisis del ladrillo se llevó nuestras vidas anteriores por el sumidero. Y una hija, ahora que me acuerdo, más pequeña, que casó con un tractorista de los mejores del pueblo, llevaba siempre el vehículo como la patena y araba más derecho que nadie.

La Niña de Fuego

te llama la gente

y te están dejando

que mueras de sed

A lo que íbamos, este hombre que estaba plantando árboles contratado por la hermandad, era un peón del campo a punto de jubilarse. Era invierno y llevaba un abrigo hasta los pies, remendado, unas botas de serraje, remendadas, pantalones de pana, remendados y un jersey que parecía un queso. La boca suya tenía menos dientes que la de una gallina. A pesar de todo el hombre tenía una alegría contagiosa. Salvo cuando filosofaba, siempre sonreía. Cantaba La Niña de Fuego con denuedo.

—¿De dónde vienes, Nudos? —le preguntaban sus compañeros plantadores si acaso se retrasaba en incorporarse al corte.

—De la Moncloa de almorzar con Suarez. Luego he tenido que ir a tomar café con mi primo Juan Carlos, a la Zarzuela esa.

Aseguraba —como así fue— que no iba a agarrar ninguno de los álamos que estaban plantando. Eran quinientos o más. Nudos decía que no iba a llover nunca, esta vez serio y en su faceta de filósofo rural.

—Es un castigo divino por sacar mujeres encueradas en las revistas.


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