Siempre he referido que “nunca he trabajado tanto como cuando dejé de trabajar“, entendiendo este verbo en cursiva como hace la mayoría: como ese acto que consiste en acudir a un puesto de trabajo diariamente, y ser remunerado -una vez al mes- con un sueldo.
Yo trabajé de esta forma desde los 17 años hasta la baja por maternidad, ya cumplidos los 29. Estuve conduciendo desde mi casa de Sevilla -embarazada de gemelas-, al vecino pueblo de Dos Hermanas donde se encontraba mi empresa, hasta poco antes de dar a luz, y trabajaba en una oficina de 9 de la mañana a 7 de la tarde, todos los días, para volver a mi casa y continuar con las tareas del hogar… Sin embargo, en ningún momento me sentí estresada, ni somaticé el esfuerzo y el cansancio que esa rutina me provocaba. Todo iba relativamente bien, si exceptuamos que apenas llegaba con los brazos al volante del coche, cuando decidí retirarme por consejo médico… No pensaba volver después del parto, de modo que no tenía sentido arriesgar hasta el último minuto, como hacía la mayoría de las compañeras.
Recuerdo lo mucho que insistió el personal sanitario -una vez me despedí de aquel hospital que nunca debió ser el mío-, en que “descansara”, pues tenía anemia (creo que la tengo desde entonces…). Yo volvía a un 3º piso sin ascensor con dos bebés, y nunca se me ocurrió okupar la casa de mi madre, o cargarla a ella con mi responsabilidad, de modo que crié a las niñas sola (como ya he referido en alguna ocasión), con la ayuda justa y puntual de algún familiar cercano para poder salir a hacer algún recado (o una escapada anual), y la del padre de las criaturas por las noches, en que nos turnábamos. Recuerdo también que un pariente político me recriminó que hiciera esto último, ya que él trabajaba y yo no…
A partir de entonces, comencé a TRABAJAR. Y comencé a sentir lo que era el ESTRÉS. Soy de las que exteriorizan patológicamente cualquier tensión interior, de modo que empecé con un problema ocular que requirió de diversas operaciones para parchearlo (nunca mejor dicho), porque la solución no se produjo hasta que las niñas empezaron a ir al colegio a los 3 años. Y digo bien colegio, porque no quise que fueran a ninguna guardería, ya que mi complejo de no trabajar, debía ser enmendado con una dedicación absoluta hacia ellas. Nadie lo hubiera entendido de otra forma, entonces. Y creo que tampoco ahora.
Desde esos tiempos memorables hasta la fecha, ha pasado mucho tiempo y he sufrido ese estrés laboral que nunca acusé cuando cobraba un sueldo. He somatizado en diversas ocasiones mis tensiones y conflictos interiores. Problemas oculares, estomacales, cefaleas, urticarias, anemia crónica… Cuando -como digo en la entrevista- pude replantearme volver a trabajar, ya era tarde para mí, y fue cuando vi el cielo abierto para comenzar a escribir (¡por fin!), y aunque no se considere -así me lo siguen demostrando con la pregunta que encabeza el post- un oficio como tal, yo sí lo contemplo de ese modo. Es así: requiere de más paciencia, autodisciplina, control, sentido del deber y concentración, que el que estuve realizando durante tantos años fuera de casa.
En cuanto a mí, sigo manifestando todas esas tensiones emocionales que conlleva el poseer un exceso de responsabilidad, sensibilidad, empatía, débil autoestima, afán de superación y consciencia -al tiempo- de mi falta de autonomía económica. Y sigo pensando que “nunca he trabajado tanto, como cuando dejé de trabajar“…
Por más que -de vez en cuando- alguien se me acerque y después de decirle que soy escritora, me pregunte: ¿Sí, pero tú… en qué trabajas…?