Si sé escribir, no lo sé. Prefiero creer y admitir que no, que sólo aprendí a leer y, a duras penas, alcanzo esbozar un oración cariñosa pero mediocre. No sé muy bien cuándo se me ocurrió narrar (entre comillas) o escribir un poema (también pongámosle comillas), o anotar en un cuaderno mis ideas chapuceras o, después de algunos añitos, atreverme a publicar entraditas en un blog antiguo (http://www.noblepandemonio.blogspot.com/, nota: no lo lean). Y qué decir del libro de cuentos que me publicaron (Cuenta que te cuento) y que hicieron bien en criticar y muy mal en elogiar. Me dijeron algunos muchachos confundidos: ¿qué te inspira a escribir? Y les dije que no escribo, que juego un poco al escritor, por lo cual no necesito estar inspirado sino antojadizo.
Alguna vez prometí a alguien que quise por muchos años que finalmente escribiría una novela para terminar de desafinar el finísimo arte de la narrativa. Aquella novela se la tenía que dedicar por lo buena que había sido conmigo. Sin embargo, ella nunca me había tomado en serio, puesto que ella sabía, mucho antes que lo descubriera por mi cuenta y caiga en depresión, que yo no tenía talento, que mejor la hago como oficinista, que por más que me esforzara por hacerme de un lugarcito entre los escritores taimados y huraños de Lima, iba a fracasar, perdería mi tiempo y, lo que era aún mucho peor para María: mucho dinero, hombre, mucho dinero papasito, y con la plata baila el mono, ¿sí o no?
Sin embargo, pese a los designios de Lucía, escribo todos los días, pero no siempre sobre lo mismo, ni sigo la misma historia. Tengo un montón de primeros capítulos y otros tantos párrafos desconectados, imprecisos y quiméricos. Me desconozco frente a la computadora, parece que me convierto en ser muy aterrador o muy carismáticos, o ambas cosas a la vez. A veces me reconozco mucho más viejo, sin fuerzas, con una nefasta experiencia vil, sanguinaria, llena de crímenes, de ojos duros, de manos toscas, con una boca blasfema y obviamente deslenguada, y con un pasado desalentador, con una visión más caótica que la del mismo Andrés Bedoya, rey del racismo con premio y todo tendría.
Escribo de noche como un desalmado, como un ladrón de buenas intenciones, de mis propios desencuentros y traiciones; y de las perversiones más recónditas y retorcidas de la experiencia humana.
Todos los días vuelvo a empezar.
Y otra vez. Vuelvo a caer desilusionado frente a un endemoniado papel blanco pero jodidamente exigente. Nunca sé muy bien cómo empezar. A veces simplemente no empiezo. Me paso media hora o más golpeándome la frente contra el monitor y resistiendo mi derrota.
Y pocas veces gano… A veces finjo una victoria. Al final desecho un trabajo entero por mediocre.
Escribo para personas inseguras, melancólicas, arrogantes no de por sí, sino por la culpa de sus violentos padres y desdichados hermanos. Escribo para los nobles, alegres e irritantes, para aquellos que aseguran que su destino es la verguenza y la estupidez. También, de pasadita, para los más afortunados que alguna vez conocieron lo que es la felicidad celestial, sin un ápice de nostalgia ni culpa. Para lo niños eternos.
A lo mejor, y esto es una idea mía y sólo mía, escribo porque soy egoísta y no quiero compartir mi tiempo con otras personas, ni deseo preocuparme por los demás. O quizá para que sea recordado por alguien más si acaso le caigo bien, si acaso me leía con simpatía y singular admiración cada vez que se acordaba de este escritorcillo fracazado.
Escribo también para que sientan lástima de mis personajes. Porque soy exagerado. Para que no me tengan miedo.
Porque estoy solo y solo me quedaré. Porque necesito soltar este llanto que me persigue todas las tardes; además para escupir con sangre esa espinita que se me ha atorado en la garganta desde niño. Para vengarme de los que me pegaban con permiso de mis padres, de los amigos que prometieron lealtad y que me olvidaron en menos de un mes, de ese chico simpaticón y bien parecido que me robó a mi novia, de mi ex novia que regresó rogándome que la perdone, de mí porque la perdoné como un imbécil, de nuestra relación que no es ni volverá a ser la misma.
Escribo para inventar mis propios finales.
Porque simplemente necesito contárselo a alguien y no escuchar consejos de nadie. Porque me he tragado la idea de que escribir es una terapia. Y porque, después de todo, puedo matarme cuantas veces quiera y de las formas más abyectas desde aquí; puesto que, finalmente, el suicidio es el último y más solemne grito de la libertad individual, de la democracia y, ciertamente, el villano más perverso de la ética.
Escribo porque tengo miedo de pisar tierra, porque me doy lástima y porque me dan pena mis contados (con los dedos) lectores. No los quiero decepcionar. Para vivir dentro de mis ficciones, para imitar a mis personajes, para no acumular rencor, para liberarme de mis deseos, entre otras cosas, para besar a todas esas chicas que siempre me han gustado. Para sacarle la vuelta a cada una de ellas, para matarlas de las enfermedades más lentas y dolorosas y morirme de pena, arrepentido; para casarme y tener muchos hijos o para ser un solterón pendenciero.
Escribo como un hombre iracundo y violento, como un perro rabioso que se pasea por las calles sin bozal. Escribo con los ojos encendidos, con una mirada aquejosa. Sin embargo, escribo porque sé que terminaré solo y, lejos de provocarme tristeza, saberme solo más adelante me da esperanza.
Escribo para que no me busques en otro lado, para que no me visites, para parecerte un buen chico, para que no me tientes con buenas intenciones. Y tengo mucho miedo de ser engañado, estafado con elogios que ni yo me los creo, fíjate nomás: no quiero hacerme falsas esperanzas.
Escribo, además, por eso, porque soy un llorón, un perro fiel a quien pueden patear y humillar hasta la desesperanza, y porque siempre estoy allí: fiel, humillado y desesperanzado.
Y, también, muy pocas veces, debo admitir que me he sentado a escribir inspirado por alguien, por una chica que me dejaba absorto y me quitaba el sueño, una señorita finita, mi flaquita, que amaba hasta la vida misma, que me manejaba a su antojo, que me esclavizaba, que me había domesticado como se domestica a un caballo salvaje...
Pero esos tiempos ya pasaron, María. Hoy no escribo más por ti, hoy escribo de puro antojado como una embarazada mentirosa y gorda.