Yo soy una de esas personas que se dedican a la educación por profunda y absoluta vocación. Como si de una cuestión de fe se tratase, reconozco que me resulta casi imposible explicar de dónde me viene ese amor por la enseñanza.
Supongo que es un poco mezcla de todo: siempre me gustó aprender, el mundo académico en general (con excepción del universitario, que acabé aborreciendo), los retos intelectuales, el estudio y un largo etcétera. Además, me resulta gratificante trabajar con personas, con emociones, con valores; saber que estoy contribuyendo a crear un mundo mejor mientras me gano la vida, o que, al menos, lo estoy intentando; conocer a las personas, tratar de comprenderlas y ayudarlas, poner mi granito de arena en su vida, aunque sea mínimo, aunque nunca lo recuerden.
Pero, de un tiempo a esta parte, ya no sé si me gusta mi trabajo. Desde que empezaron los recortes, me siento atrapada en un sistema al que no quiero pertenecer. Demasiadas horas, demasiados alumnos, demasiadas humillaciones. Para mantener unas cotas dignas de profesionalidad, me veo obligada a cercenar mi tiempo libre, mi vida personal. Sé que, de lo contrario, me costará sobrevivir a las clases y me sentiré un fraude. Pero acabar extenuada cada día después de trabajar muchas más horas de las que me pagan tampoco me hace feliz.
Cuando empecé en la enseñanza, todavía era muy inocente. Pensaba lo que piensa todo el mundo: que los profes solo trabajan mientras dan clase y que el resto del tiempo se dedican a tener vacaciones. Por más que supiera que también había que corregir o prepararse, me las prometía felices, pues no tenía ni idea de lo que eso significaba. Claro que la edad de la inocencia duró lo que tardé en conseguir mis primeros trabajos como docente. ¿Cómo podía emplear en preparar una clase más del doble de lo que la clase duraba, si además me pagaban por horas lectivas? ¿Qué estaba haciendo mal para que un trabajo de ocho horas se convirtiera en uno de veinte? ¿Cuál era mi error?
Con esto quiero decir que hace ya mucho que sé que la profesión de docente no son las vacaciones pagadas con las que soñaba de alumna. Siempre he sido muy trabajadora, además, así que no me ha causado ningún trauma insuperable el comprender que había elegido una profesión que exigía mucho más de mí de lo que había calculado. Y tampoco empecé ayer o antesdeayer a trabajar a tiempo completo, es decir, que ya acumulo la experiencia suficiente como para haber ganado en capacidad de organización y eficacia.
A pesar de todo ello, me siento superada. No porque no sea capaz de sacar adelante mi trabajo, puesto que, de hecho, lo hago cada día; sino porque conlleva una serie de condiciones que no sé si estoy dispuesta a cumplir. Desde luego, la vida que llevo no es la que había planeado, ni siquiera tras dejar salir todos los pájaros que tenía en la cabeza. Y me pregunto qué debería hacer.
¿Abandonar? Me resulta inconcebible. Después de tanto esfuerzo, de tanto aprendizaje, sería una pena tirarlo todo por la borda. Además, a mí me gusta enseñar, y sé que, si lo dejo, es posible que no vuelva, porque el miedo escénico a la clase resulta terriblemente paralizador (lo sufro cada vez que tengo vacaciones, incluso algunos fines de semana) y solo decrece con la práctica continuada. Por otra parte, yo vivo de mi sueldo, así que no puedo dejar de trabajar de un día para otro.
¿Reducir? Esa sería una hermosa posibilidad, trabajar menos horas, aunque ganara menos dinero, ya que mi calidad de vida sería superior. ¿Es una opción viable? No lo sé. Tengo pendiente investigarlo, porque los funcionarios de nivel medio estamos muy limitados a la hora de flexibilizar nuestro horario; no como nuestros superiores, que compatibilizan, abandonan pero cobran, y suman y siguen con una pasmosa facilidad.
¿Aceptar la "nueva" situación? A veces me planteo si no será que me han eclosionado nuevos pájaros en la cabeza, si la raíz de mi malestar no se encontrará en unas expectativas demasiado altas acerca de cuánto debe dar de sí cada día. Tal vez la "vida del trabajador" sea esta: trabajar de sol a sol seis días a la semana, dentro y fuera de casa, y el séptimo dejarlo para tomar aliento antes de volver a empezar. No sé, yo creía que si no tenías una ambición económica muy elevada, podías permitirte otros lujos en la vida, como tener tiempo libre o serenidad espiritual. Y ahora me pregunto si en realidad es posible, si no habré apuntado (aunque no sea económicamente) demasiado alto.
Supongo que en el origen de mi malestar y mis dudas habrá un poco de todo, y que tendré que tomarme mi tiempo para desenredar la madeja que ahora mismo me está ahogando. Mientras tanto, necesito dejar salir lo que siento, algo difícil de conseguir cuando gran parte de la gente que me rodea, conocidos y no tanto, me consideran una privilegiada, vaga y quejica a la que no le queda ni el derecho al pataleo.
Profesora y funcionaria.
Merezco la muerte, vamos.