Hay que avanzar, paso a paso, sin detenerse nunca.
Ayn Rand, La Rebelión de Atlas
Soy una bulé, una extranjera. Estoy sentada en la estación central de Jakarta, esperando un tren que no llega nunca, agotada y exhausta. Apenas he estado unas horas en esta gran capital, centro administrativo y enjambre principal de Indonesia, pero bastan para darse cuenta de que es uno de los países más poblados del mundo. Y llego en el momento justo, en el final del Ramadán, por eso la estación, por lo general gris y mundana, se encuentra hoy a rebosar de personas y bártulos, de cajas y maletas, como si todo el mundo hubiera decidido huir el mismo día de la ciudad. Pero es justo al revés: regresan. Vuelven a sus hogares, a sus familias, a celebrar el fin del ayuno con los suyos, escapando de la vorágine de una capital caótica que a día de hoy parece un avispero recién agitado, un avispero , además, donde la fe islámica es la principal y donde conviven más de veintiocho millones de personas. Esperando en el andén, al fin caigo rendida entre la gente. Me recuesto sobre mi mochila a esperar un tren que lleva más de tres horas de retraso y me olvido de los que me pasan por encima y se hacinan a mi lado. Tengo a dos compinches preparados para avisarme cuando llegue mi tren y no van a dejar a esta bulé perderlo por nada del mundo. Por fin, y a pesar del ruido y el calor asfixiante, logro romper las cuarenta y ocho horas de vigilia y caigo en un sopor casi delirante en el que los rostros se confunden unos con otros y escucho con vértigo el rugido de trenes yendo y viniendo sin descanso. Y en ese estado me interno en uno de esos trenes, apremiante y perseguida por hordas de indonesios con sus pertenencias al hombro.
¡Y qué tren! El tren del caos, el tren de la vida. Niños y adultos se tumban en el suelo enroscando sus extremidades sin vergüenza ni intimidad, sin hacer significar al roce nada más que pura camaradería. No hubiera podido pensar, después de haber recorrido Europa en tren, que un simple vagón pudiera ir tan lleno, pero claro, el Ramadán es la fiesta del año y todos viajan a sus pequeños pueblos del interior a celebrarlo con los suyos. En estos días tierra, vías y aire se colapsan y el gran hormiguero que es la isla de Java florece con sus colores y cantos desde el alba. Incluso el propio tren se convierte en un mercadillo humano en cada parada en el camino: comerciantes de todo tipo de cosas, de plátanos, de noodles, de café, de dulces y leche de coco, negociantes de tabaco, hombres tostados por el sol que venden y compran lo que sea y regatean con sus sonrisas melladas y oscurecidas quién sabe si por el rojo fruto del betel. De pronto cae en mis manos un café fuerte y amargo, salido de algún termo anónimo, y por fin abro los ojos con conciencia a mi primera realidad indonesia y al primer día de los muchos que pasaré cabalgando por las islas del cinturón de fuego del Pacífico, dispuesta a conocer hasta el último volcán y la última ruina de los templos que se esconden entre los arrozales interminables, haciéndome una con la naturaleza entre ríos de lava petrificada y sudando con el sabor especiado de todos los platos del país. Y aunque la cámara al cuello me delate y mi acento español provoque la risa general, intentaré pasar desapercibida, colgarme sus ropajes de batik y aspirar el aroma a incienso al amanecer. Abro los ojos y centro mi vista en algún punto ahí fuera, en el paisaje surcado por las ajadas vías del tren y salto de lleno a la aventura. Bienvenidos a los Mares del Sur.
Apenas llevaba un rato despierta cuando una joven pareja y su bebé se sentaron frente a mí. Puede que fuera uno de los momentos más mágicos y humanos de todo un viaje que fue, ante todo, iniciático. El bebé cayó dormido al instante y los padres, en un acto de profundo amor, cedieron todo el asiento para que reposara plácido, mientras ellos le observaban de pie, sin quitarle la vista de encima. Yo, que llevaba fijándome en ellos a intervalos desde que habían tomado el tren, no pude más que detener mi lectura de La Rebelión de Atlas, la Biblia que viajó conmigo durante todo el periplo por Asia y prestarles atención total, porque en ese simple gesto de entrega comprendí algo que Ayn Rand había intentado hacerme entender sin lograrlo a través de su prosa, que el amor y la entrega no conocen límites, y menos cuando de una madre se trata. Por eso les inmortalicé, en un boceto rápido en mi cuaderno, y descubrí en la escena una armonía de líneas perfectas. Con una sonrisa les agradecí ese gesto tan íntimo, y volví atrás en mis apuntes, hasta las primeras páginas, para comprender que por fin había llevado a cabo uno de los propósitos que me había prefijado al marcharme: todo lo que hagas, hazlo con los cinco sentidos, había escrito a modo de manual de instrucciones para mí misma. Piensa, piénsate, piénsalos a todos.
Supongo que el tren tuvo mucho que ver en todo ese proceso de mímesis con el ambiente. Cada vez que pongo los pies en uno, sin poder evitarlo, me sumo en cuerpo y alma al traqueteo de los raíles y me olvido de quién soy. Cada viaje en tren se convierte en un placer elástico que se va estirando de origen a destino sin romperse. No es lo mismo que los aviones, en los que no se viaja, sino que nos transportamos sin más, sin comprender el camino entre un lugar y otro, sin poder participar de los cambios en el paisaje, lo que queda entre medias de algún gran desconocido país. A los trenes, sin embargo, les es inherente el verbo viajar y, parafraseando una de las grandes verdades de Alain De Bottom, solo los trenes poseen esa cualidad especial de para invitarnos al diálogo interior, porque con la vista perdida a través del cristal el cuerpo se hace líquido, la mente se expande y logramos comprender mejor que nunca quiénes somos. Por eso este tren se me antojó tan único, tan caótico, tan natural, con toda esa gente dormitando allí donde encontraba un hueco, hombro a hombro con familiares y desconocidos, con una bulé como yo. Si ha de existir una correspondencia personal con un ambiente concreto, confieso que este tren hablaba de mí: los zapatos entremezclándose y danzando por el vagón, la gente durmiendo bajo los asientos, el cantar sinuoso de los vendedores ambulantes en cada parada anunciando la mercancía y el revolotear de los niños por los pasillos. Incluso esa naturalidad para dejarme entrar en la cocina a elegir los ingredientes de mi almuerzo cuando se me hizo imposible entender el menú y andar husmeando entre el arroz y los huevos que chisporrotean en la sartén se me antojó familiar y humana. En mi mesa del vagón-restaurante, unos indonesios se sientan sin vergüenza ni remordimientos a conversar conmigo, atraídos por mis rasgos blancos, que no acostumbran a ver todos los días. Les digo de dónde soy y automáticamente se les ilumina el rostro. ¡Ah!, ¿Barça o Real?, me preguntan. Lo sabía. España no cabe en los mapas pero el fútbol viaja a la velocidad del viento. De hecho, los escudos de sendos equipos se ven por todas partes, impresos en camisas de batik, el tejido tradicional. Les miento, porque es lo que necesitan oír: Barça, for sure! They always win! y sus caras de aprobación me indican que esa era la respuesta correcta, siempre lo es, y el simple esbozo de sonrisa en la boca nos convierte en amigos íntimos durante el resto del trayecto, porque la sonrisa es el gesto fundamental en toda Asia, es la llave que abre puertas y corazones por igual. Al final de la velada saco mi cámara y nos inmortalizo a todos juntos, con nuestras hileras de dientes como actor principal de la imagen. Ellos ya no tienen miedo de que el flash les robe el alma, como lo tenían sus antepasados. Hoy Indonesia se mece en la cuna de la modernidad, revestida de polvo y arroz, es cierto, pero modernidad al fin y al cabo.
Cuando llego a Yogya, como llaman con cariño los locales a la segunda ciudad más importante de Java, el sol del ecuador ya se ha escondido tras las terrazas de arrozales que surcan la isla de costa a costa y la pálida luz del amanecer ha convertido el mundo en siluetas. De repente la avalancha de gente que viaja en mi tren se desparrama por la estación en todas direcciones, pero al instante siguiente todos han desaparecido y la estación vuelve al estado fantasmal al que acostumbra. Dos policías, viéndome perdida, me montan con mochila incluida en un tuktuk y le dan órdenes al anciano que tira de las astas de madera llevarme a Sosrowijayan, el distrito mochilero por excelencia. Durante el camino caigo en la dualidad de la culpa, al ver sudar al anciano señor, que resopla como si le fallara el motor, pero la compasión no es un sentimiento bien acogido por estas tierras. Entonces le dejo que me lleve calle arriba, por Jl Marlioboro, serpenteando entre coches de caballos y motocicletas veloces como la noche. Las calles adyacentes a esta gran avenida que parte la ciudad en dos pedazos se han convertido con la caída del sol en un hervidero donde familias enteras disfrutan de la primera comida del día al aire libre en los tenderetes y warungs (restaurantes locales), compuesta por nasi goreng, mie ayam, pollo satay, verduras al vapor, guindilla picante, bizcochos que se inflan al momento sobre hornillos improvisados, albóndigas de carne inmersas en una sopa muy parecida a la sabrosa pho vietnamita y fruta licuada para acompañar el festín.
Todo el barrio de Sosrowijayan , donde se pueden encontrar losmen (alojamientos) por precios muy tentadores, está compuesto por un entramado de gangs o callejones que se entrelazan unos con otros como un laberinto sin salida. Alumbrada por las tenues lucecitas de colores que iluminan las calles, la fuerza del cansancio me empuja puerta por puerta en busca de una habitación donde pasar la noche. Los carteles de “We are full” en las paredes parecen perseguirme allí donde vaya pero, por fin, y gracias a Alá, encuentro cama en una pensión de paredes azules desconchadas y cucarachas en la terraza. Ni siquiera me importa. Me doy tregua y esa noche sueño con paredes llenas de dibujos y pinturas, de eslóganes en bahasa indonesia, la lengua vernácula, porque lo que mis ojos cansados no han logrado registrar, mi subconsciente si ha podido hacerlo, y al alba me parece despertar en medio de África con los versos del Corán resonando en el cielo.
Yogayarkarta ha sido, desde siempre, el epicentro artístico javanés. Por su condición de sultanato, que ni la colonización holandesa se atrevió a desmantelar, esta ciudad ha sabido conservar muy vivas las tradiciones de un pueblo que no incluye en su vocabulario la palabra arte. ¿Por qué será que no la necesitan? Lo comprendí al instante al conocer a Robi, quien me ayudó durante toda una jornada a confeccionar mi propia tela de batik. Tal y como concebimos el arte en Occidente, como el fruto de una revelación de genios, cada cosa que hacemos es solo susceptible de convertirse en arte cuando recibe el reconocimiento de un público. Pero para los javaneses, que llevan la tinta y la cera en la sangre, cada acto cotidiano encierra arte en sí mismo. Quizá sea porque la mayoría de ellos son artesanos del batik y aprenden a utilizar las manos para crear desde que nacen. Y Robi es uno de ellos, porque además de marinero en grandes buques de carga, cuando está en tierra se dedica al batik contemporáneo. Fue él quien me introdujo en el arte de manejar el “tjanting”, el instrumento que sirve para aplicar cera hirviendo sobre las líneas del dibujo que se quieran proteger del teñido posterior, con cuidado, mucho cuidado, para que la cera no gotee ni las líneas se ensanchen demasiado. Be patient, me repetía constantemente, agarrando mi mano y conduciéndola suavemente a través de mi trazado a lápiz sobre el algodón. Pero no está en mi naturaleza la calma, por eso lo primero que aprendí aquel día es que en el ritmo sosegado de Yogya las prisas no llevan a ningún sitio. Me obligo a mí misma a decelerar el ritmo y, con su mano sobre la mía veo reconstruirse mi dibujo con cera dorada sobre el telar. En ese instante divino me sentí artista, artista de verdad, de los que no rinden cuentas a las tendencias ni los gustos populares, sino que se dejan llevar por los estímulos de esa creatividad dormida que todos llevamos dentro y nos negamos a dejar salir espontáneamente. Hoy las manos del hombre están atrofiadas, le digo a Robi, están paradas, pero mirando las mías manchadas de pintura y cera corroboro lo fácil que es poner en marcha el proceso de nuevo, el ser artesanos otra vez. Incluso artesanos de las ideas.
Como el proceso de secado es lento, tanto que puede llevar incluso días, Robi saca del cobertizo dos bicicletas enormes, estilo años veinte, y me invita a recorrer los alrededores. Entre malas maniobras de manillar y canales de irrigación, voy descubriendo que Yogyakarta es pueblo y ciudad a la vez, y con fascinación atravesamos aldeas y arrozales y nos paramos en una chabola donde aprendemos a fabricar los “tjanting” mientras la pequeña de la familia juega con las piezas aún calientes que su padre acaba de soldar. Al atardecer Robi me lleva al mercado de los pájaros –pues no hay en toda Yogya una casa sin su jaula y su canto al amanecer- y me va señalando, una por una, todas las especies que conoce. En cajas en el suelo, pollitos teñidos de colores se convierten en el juguete favorito de los niños, que los aprisionan entre sus deditos morenos, y en grandes cestas de mimbre los gusanos y las larvas retozan esperando su turno para ser engullidos por los picos hambrientos de las aves. El juego tradicional consiste en lanzar palomas al aire al mismo tiempo y animarlas con vítores y aullidos a ser la más rápida en volver. A orillas del lago Robi y yo aparcamos nuestras bicicletas y observamos embelesados el juego. Yo, desde luego, nunca he visto nada parecido, aunque hay algo que me resulta extraño. ¿Dónde están las chicas, Robi, por qué ellas no juegan? , le pregunté, pero no supo qué responder. Entonces lancé al cielo, al vuelo de las palomas, toda mi libertad también, agradeciendo el privilegio de ser mujer, y ser viajera, y ser lanzadora de palomas acaso por un día, en un país donde también los jóvenes sueñan con poder recorrer el mundo algún día.
Y algunos, por cierto, lo consiguen. Conocí a Bayu nada más llegar a Indonesia, en el aeropuerto internacional de Jakarta. Él, recién llegado de Locarno, donde había presentado un filme en el Festival de cine; yo, todavía restándole horas al día desde que avisté por última vez Manila bajo el fango, azotada por el tifón Soala. Gracias a la bondad de estos chicos naturales de Yogyakarta aquella noche pude adquirir el pasaje de tren que me llevaría a su ciudad, un acto heroico y no carente de mérito, teniendo en cuenta que los asientos habían sido reservados con meses de antelación debido al Ramadán. Mientras hablábamos, un masajista que pasaba por allí con su maletín lleno de toallas y frascos había comenzado, en medio del hall del aeropuerto, a distender los músculos cansados de Angi, el director del corto. ¡Qué extraño resulta que las profesiones se realicen en la calle, sin absurdas regulaciones! La escena me recordaba al poeta de la Gran Vía, que lleva años regalando versos por la voluntad, sin más local de trabajo que la propia calle.
Junto a Bayu y sus compañeros aquella noche aprendí mis primeras palabras en Bahasa indonesia, recostados sobre los bancos de madera y empalmando un cigarrillo tras otro. A veces la intimidad surge de manera casual en lugares de paso, y compartiendo aquellas horas en el aeropuerto me pareció que todos los aviones que unían nuestros respectivos mundos con su vuelo, acortaban toda distancia posible entre nosotros, así que terminamos contándonos nuestras historias de vida con la honestidad de quienes saben que sus caminos se separan. En un momento dado el masajista nos dijo: Vosotros deberíais casaros. ¿Por qué?, le pregunté. Porque los dos habláis inglés, respondió. Todos nos echamos a reír al instante: tal es la simpleza del amor.
***
Si bien cuando nos referimos a los Mares del Sur nos imaginamos más cerca de la Polinesia y de los cálidos paisajes de Gauguin, la verdad es que también Indonesia baña sus costas en las aguas del Pacífico, al que el descubridor Vasco de Gama se le ocurrió bautizar con el evocador nombre de Mar del Sur. Sin embargo, bien lejos quedan ahora todas las leyendas de piratas y descubridores, porque la historia más reciente de Indonesia tiene más que ver con el dulce acento portugués y el comercio de especias durante la colonización holandesa. En 1945, solo dos días después de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el líder nacionalista Sukarno proclamó la independencia de Indonesia, aun sabiendo que lo que hoy denominamos así no es sino un cúmulo de mundos distintos que se cobijan bajo una bandera común. El lema nacional deja bastante claro que la realidad en las islas del sur es, cuanto menos, caleidoscópica: Bhinneka Tunggal, dicen ellos, con fuerza; unidos en la diversidad, diríamos nosotros y no podríamos sino estar de acuerdo, sobre todo si pensamos que en las más de diecisiete mil quinientas islas que componen el país habitan alrededor de doscientos cincuenta millones de personas, pertenecientes a más de trecientas etnias distintas. Un montón de números imposibles de manejar.
Pero además en estas islas se pueden descubrir un sinfín de religiones distintas que conviven en relativa calma desde hace siglos. Si el Islam es la religión más popular, el hinduismo, el budismo y algunas creencias animistas no se quedan atrás. En los alrededores de Yogyakarta se levantan dos de los recintos históricos más importantes del país: Prambanan, un complejo sagrado hinduista formado por más de doscientos templos, y Borobudur, el monumento budista más grande del mundo, una magnífica construcción en piedra que se dice fue erigida en medio de un lago del que no queda ahora ni una sola gota de agua. Borobudur fue construido en forma de mándala, representación de toda la cosmología budista y la naturaleza de la mente humana. En sus diferentes niveles se encuentran quinientas cuatro estatuas de Buda, cada una con una mudra (o posición de las manos) distinta, y protegidas por campanas de piedra, y cada una de sus paredes está tallada con los preceptos de una religión que es, ante todo, un modo de vida.
Tan solo hay que dar un salto entre Java y Bali para conectar con la espiritualidad del hinduismo en toda su complejidad. Esta isla es sobre todo un hangar de surferos y turistas y en ella se encuentra también la ciudad de Ubud, una flor de loto que flota sobre los arrozales. De principio a fin la urbe está construida siguiendo una estética común, por eso todas las casas y alojamientos parecen templos. De hecho, el que llega por primera vez a esta ciudad que es además epicentro artesanal de la región, ni se imagina que pueda pasar la noche acompañado por las deidades hinduistas Krishna, Visnú, Ganesha o Brahma. Qué modernos estos dioses, recuerdo que pensé al ver los carteles anunciando wi-fi en las paredes de los templos sin imaginar siquiera que esos templos no eran sino hoteles y pensiones. En Ubud se ha llevado al extremo el tema de la ubicuidad divina e incluso la mentalidad de sus habitantes se rige, en primer lugar, por la adoración a los dioses. Quién me iba a decir a mí que en mi primera mañana en la ciudad, al despertarme con el canto de los gallos, asistiría en directo a un ritual de ofrenda matinal, un platillo hecho de hojas de banano con arroz cocido, flores frescas e incienso prendido que se va depositando suavemente por los rincones de las casas, los patios e incluso la calle, para el goce de los monos y los insectos que acaban engulléndolo todo bajo supervisión de los dioses. Incluso cada noche se siguen celebrando antiguas danzas tradicionales como el Kecak, durante la cual los bailarines, alumbrados por un coro de voces masculinas, entran en trance y se comunican con el mundo de lo sagrado. No hay una separación lógica entre divino y no divino: los balineses se relacionan con sus dioses de una manera íntima y directa, como si pudieran charlar frente a una taza de té con ellos.
Sin embargo, y por muy diferente que pueda parecernos una cultura determinada, el viajero a veces se siente amedrentado ante el hecho de que todo parezca un gran teatro donde cada actor representa un papel dentro de la escena. Por desgracia en Ubud se respira un poco ese ambiente artificial de los que saben cómo hay que comportarse para atraer turistas y riqueza a la región. Por eso en Ubud no busqué plata, ni mimbre, ni telas, ni regalos. En el gran bazar central de la ciudad busqué únicamente una capa de invisibilidad, para pasar desapercibida y poder conocer una cultura milenaria por dentro, sin que las tareas cotidianas de sus gentes se vieran afectadas por esa presencia extraña que es el viajero. Así que me marché de Ubud con un anhelo de autenticidad poco corriente, me colgué la mochila y vadeé el Mar de Bali hasta las Islas Gili, donde me habían dicho que estaba el paraíso.
De hecho, solo pude confirmar lo que otros me habían ido diciendo: que las Gili son el lugar donde quieres quedarte a vivir para siempre. Estas tres islas, muy cerca de la costa de la Isla de Lombok, se ven como pequeños montículos de tierra flotantes sobre el mar, una de ellas, Trawangan, coronada por una torre que se diluye con el cielo. El viaje en lancha hasta sus costas se convierte en un viaje al pasado, pues en ninguna de las tres islas hay otra manera de transportarse que no sea el coche de caballos, tirado por indonesios musulmanes que portan el gorro tradicional bordado en oro, y que rompen el silencio de la noche con el cloquear de sus cascos sobre el suelo. La luz eléctrica falla, y apenas se ha construido la línea de costa, por lo que si se rodea la isla en bicicleta, en menos de cien metros nos encontramos con la naturaleza pura e indeterminada, y al atardecer todo el mundo se reúne en el Sunset Bar a ver una de las puestas de sol más mágicas de la Tierra, mientras los hombres del fuego hacen rodar sus varas incandescentes iluminando la oscuridad. Entre el Sunset Bar y el puerto habrá diez o veinte restaurantes que ofrecen carne a la brasa y pescado fresco acompañado de la cerveza indonesia por excelencia, la Bintang, a precios de sibarita. Aun así merece la pena pasar unos días remoloneando en los cottages de Trawangan, sin más pretensión que disfrutar de la belleza de una isla donde los tejados están hechos de flores.
Las Gili son solo el comienzo de una cadena de islas que parecen ir perdiendo años progresivamente, si nos fijamos en su nivel de desarrollo. El siguiente destino (y además, el último) se convirtió en Nusa Lembongan por casualidad, una pequeñísima isla que forma parte del archipiélago Nusa Penida. Desde cualquier punto de la isla se puede observar la silueta perfecta del monte Agung, el cobijo perfecto para el fin de un viaje que comencé buscando algo más allá de lo mundano. Este imponente volcán, que se encuentra en la isla de Bali, es conocido como el ombligo del mundo, aunque para mí fue más bien una suerte de Estrella Polar, un tótem fijo que siempre encontraba en el horizonte para recordarme mi posición en un mundo de Liliput donde las fronteras están hechas de agua y coral. No solo para mí el Agung fue importante, pues en el universo legendario de los indonesios este volcán es conocido por ser una réplica del Meru, una montaña mágica y sagrada para budistas e hinduistas a un tiempo y en la que se dice se encuentra la morada de los dioses y el centro del universo. Quizá por eso se ha beatificado este volcán pese a su poder destructor, que se manifestó por última vez en 1963 y que desde entonces reposa entre nubes de ceniza, azufre y polvo.
Hay algo curioso en Nusa Lembongan, y es que cuando baja la marea parece que se puede caminar hasta la isla de Bali, porque el agua desaparece y solo queda el limo fangoso del cual los recolectores de algas –el motor económico de la isla- recogen el alimento del mar. La única manera de conocer la isla es en motocicleta, por eso partimos desde el pequeño pueblo de Jungutbatu en expedición sin saber lo que vamos a encontrarnos, pues la mayoría de caminos están ocultos entre la frondosa vegetación. En menos de una hora hemos pasado por playas desiertas que surgen de entre los acantilados –con nombres tan bucólicos como Secret Beach- y hemos llegado al final de la isla, donde se eleva un puentecillo amarillo estilo old school que une Nusa Lembongan con su más minúscula vecina Nusa Ceningan. ¿Nos atrevemos a cruzarlo?, le pregunto a Milan y Daniel, mis dos nuevos acompañantes en el fin del mundo. No da tiempo a pensárselo un segundo, porque sin darnos cuenta ya estamos al otro lado de un puente que parece siempre a punto de resquebrajarse y caer al mar.
En esta nueva isla la vida transcurre en las veredas que se extienden por toda la isla como la ramificación de una misma arteria, el puente amarillo, y que se pierden en todas direcciones. Escogemos una al azar y continuamos el recorrido por la costa, hasta llegar a sus enormes acantilados, en los que uno se puede lanzar al vacío en medio de un maremágnum de rocas y olas galácticas que chocan entre sí con sus corrientes invisibles por el módico precio de cincuenta mil rupias, unos cinco euros al cambio. El suelo que pisamos, a cientos de metros sobre el nivel del mar, está erosionado: tal es la fuerza de las mareas, que a veces ascienden hasta lo más alto de los acantilados y bañan su orografía con el agua salada del mar. El paisaje se me antoja marciano y descendiendo por una de las escarpadas vertientes tengo que detenerme en medio de un mareo poco común. Un pálpito envuelve todo mi cuerpo y me hace perder la noción de tiempo y el espacio y por un momento me licúo con la naturaleza y todo lo que contiene, experimentando por primera vez ante tal belleza lo que el psicólogo Carl Gustav Jung nombró como “unus mundus” para definir la total integración del espíritu humano con la naturaleza. De repente el crujir de las olas parece ralentizarse y las gaviotas se paralizan en su vuelo y quedo absorbida por un fenómeno que es más grande que el propio hombre y que Jung sintió nada menos que al contemplar la sabana africana hace casi un siglo. Ahora yo también tengo mi propio lugar en el mundo donde desvanecerme y unirme a las corrientes de vida que atraviesan el planeta, y se encuentra nada menos que en Nusa Ceningan. Al volver en mí le susurro a la tierra terima kasih, gracias, con los labios resecos por el aire salino. Y en un soplo de brisa del oeste ella me responde: sama-sama.
Descendemos los acantilados y volvemos sobre nuestros pasos cruzando el refugio anti-tsunamis en lo alto de la montaña para regresar a tiempo de cruzar el puente en la hora dorada. Solo hay una filosofía que se pueda seguir en este paisaje y es la del getting lost, el dejarse perder y vagabundear descubriendo la vida que continúa sin prestarnos atención y por fin me parece que he encontrado la capa de invisibilidad que tanto había anhelado, al ardor del sol poniéndose tras mi Estrella Polar, el monte Agung. El mar entonces parece un enorme pantano donde sombras de arañas flotantes se mecen varadas en los corales: son los barcos construidos con bambús para retener el equilibrio sobre las aguas, y de ellos descienden los pescadores mientras los niños juegan con sus cometas de papel en la orilla.
Se va terminando el día en Nusa Lembongan y también mi viaje. A escasas horas de tomar un vuelo de vuelta a casa noto como mi mente ha comenzado el camino de regreso y me despido de las islas del sur con una reflexión: muchos dicen que cuando se viaja, se aprende. Y no lo niego. Pero lo que me parece más difícil es precisamente el proceso de desaprendizaje al que de forma inevitable hemos de someternos, liberándonos de todas las capas de cemento social que nos tienen atrapados, volver a ese estado de tábula rasa que defendió Jonh Locke con tanta paciencia. Ése es el proceso más arduo, aprender a desaprender para librarnos de la ceguera más absurda que existe: la de no ver por miedo a descubrir que existen muchos más mundos de los que podíamos imaginar, donde habitan gentes y dioses, donde se comen algas y no fast food , y donde el fulgor de las estrellas es suficiente para iluminar la noche. Sobre todo para comprender, al fin, que existen mil mundos en uno. Y, además, querer descubrirlos todos.
*Este reportaje fue publicado originalmente en la Revista Clarín de Nueva Literatura