Hoy volvía de comprar y he visto una hilera de casas junto al río, allí, donde el-frutero-de-toda-la-vida tenía su tienda justo antes de jubilarse. Y allí estaban mis casitas de Lego, hechas realidad, con su entrada principal en arco blanco y todo: de realidad sus cuatro paredes en ordenados cuadrados y rectángulos y sobre la plancha verde de un minúsculo jardín, dos ventanas en cada pared, verja entreabierta y el visillo de colores como aquel trocito de tela que mi madre sacaba de su costurero para rematar mi casita de piezas. Como si se hubieran perdido sus diminutos pivotes verdes, las flores descansaban -uno, dos, tres, cuatro perfectos pétalos- directamente sobre las puntas de las hierbas.
Las cosas han evolucionado, claro, y Niña Pequeña aprovecha ahora sus piezas de Lego para hacer castillos a sus muñecas. Pero con cuatro paredes marcando su cuadrado y una puerta batiente de celo y cartón.