YO (ME) ACUSO. Publicado en Levante 8 de diciembre de 2010
Con J’accuse comenzaba Zola su exposición en defensa de un hombre inocente, acusado injustamente de alta traición por el servicio secreto del Estado francés, allá por 1898. Fue un escándalo con muchas repercusiones sociales. El caso Dreyfus.
Mi generación creyó –con una fe cuasi religiosa, de carbonero- que poseía el talismán, el catalizador, la alquimia de la piedra filosofal que, después de una larga peregrinación de la humanidad, nos iba a salvar definitivamente. Convertir este mundo en el mejor de los posibles. Todo parecía pintar de color de rosa. Un mundo se nos iba, y uno nuevo aparecía ante nuestra atónita mirada, lleno de oportunidades jamás sospechadas por la humanidad.
Comenzó el desmantelamiento, gradual, implacable, de todos aquellos valores que habíamos heredado: religión, creencias, moral, educación, cultura, arte… Era una auténtica deconstrucción. Todo había que revisarlo y, en consecuencia, demolerlo. Partir de cero. En su lugar la utopía: hagamos el amor y no la guerra. Arengas, soflamas, eslóganes, descubrimos un modo de comunicación diverso, una mixtura en la que lo nuevo, por ser nuevo, era lo bueno; y lo antiguo, por ser viejo, era malo y condenado el desván de lo inútil.
Muchos compañeros míos accedieron al mundo de la educación. Los nuevos paradigmas se instalaron con facilidad. Nuestros progenitores provenían, en general, de una España de la alpargata. Igualdad, libertad, fraternidad. Realmente y quizá por primera vez –aunque no sé si por última- una revolución triunfaba de la mano de los postulados filosóficos de Gramsci. Caló hasta los huesos del pueblo.
Y sin embargo, hoy hemos llegado a tal colapso, que nos encontramos, después de superar la generación x y luego la y, con un erial al que ya se le empieza a denominar generación ni-ni (ni estudian, ni trabajan). Una generación que no sólo ha perdido cualquier atisbo de valores, sino que está cómodamente instalada, de tal modo que no desea lo más mínimo cambiar el mundo: están bien acoplados. Carecen de inquietudes. Vegetan. Tratan de “pasarlo bien”. Nace una contracultura de lo placentero, del botellón, la pérdida de cualquier inhibición, la banalidad, la carencia de cualquier esfuerzo que no me sea rentable ya. Una auténtica desestructuración de las relaciones interpersonales, en donde uno ya no sabe quién es, ni qué papel ocupa. ¡Tanta inocencia marchitada!
He pensado mucho sobre esto, y he llegado a la conclusión de que es, ni más ni menos, lo que nuestra generación sembró. Mis compañeros, cada vez más, están en grave peligro de extinción, bien por depresión, bien por jubilación. Con un hartazgo tal que hace tiempo han arrojado masivamente la toalla. Y, sin embargo, no saben que somos nosotros quienes hemos propiciado este estado de cosas. Quizá sea mejor así. Afortunadamente, no todo está perdido. Pero los nuevos educadores han de darse cuenta de nuestro error. ¿Sabrán? Quizá: a la fuerza ahorcan. Echo una mirada atrás. Sonrío con displicencia. Ingenuidad. Fe ciega en el futuro, el progreso y la ciencia. Yo (me) acuso.
Pedro López. Biólogo
Grupo de Estudios de Actualidad