El ayuntamiento de esta abrasada ciudad por la que me voy arrastrando en este verano sin fin -qué lejos están las vacaciones aún- nos invitó este lunes a un sarao. Se presentaba la candidatura de Zaragoza a Capital Europea de la Cultura en 2016, y los culturetas que participamos en los grupos de trabajo previos a la elaboración del dossier fuimos requeridos para que nos dieran las pertinentes explicaciones de qué se había hecho con nuestras ideas y en qué diantres consistía el proyecto de la capitalidad cultural.
La cosa fue en el Teatro Principal. Se estaba fresquito, con su poco de aire acondicionado y su penumbra, y había muy buena gente y algunos amiguetes entre la concurrencia, así que el rato no se pasó mal. En cuanto al acto y la candidatura en sí, no sé si es la espesura del verano o que mis neuronas empiezan a perder energía y soltura, pero hay muchas cosas que no me terminaron de quedar claras.
No entraré a fondo en el contenido del proyecto, que todavía no me he hojeado el dossier que nos dieron. Hablaré de lo que vi y escuché en el acto. Y empezaré por lo negativo, que es costumbre aragonesa, para terminar con lo que me parece bueno y esperanzador, para que vean que uno no siempre es un cenizo y para quedarnos todos contentos.
La cosa empezó con un vídeo-spot en el que unos chavalotes, por lo que creí entender, saboteaban una emisora de televisión para lanzar un mensaje supuestamente transgresor: cultura para todos y de todos, empieza una revolución sin armas y no sé cuántas cosas más. Frases vacías que parecían más propias de un anuncio de helados Maxibon que de la presentación de una candidatura. ¿Qué quería decir aquello? ¿Que el ayuntamiento incitaba al sabotaje de los medios de comunicación y a tomar las calles?
A mí me recordó al difunto Tierno Galván, cuando, a sus 700 años, salió diciendo aquello de “enróllate, tío”. A un amigo mío se le llevaban los demonios. Decía: “Sí, claro, enróllate, pero como te atrevieras a liarte un canuto, ahí estaba la madera, al lado del enrollado alcalde, para ponerte la cara morada a hostias”.
Pues eso: a ver si la guardia municipal -o el servicio de urbanismo- va a venir a cortarnos el rollo cuando estemos en plena orgía transformadora. ¿Tendremos bula? ¿Podremos decir que era el propio ayuntamiento el que nos instó al desmadre?
No me quiero alargar ni perderme en anécdotas. Sólo unos comentarios a algunas frases que se dijeron.
En la línea desenfadada del vídeo, el responsable del proyecto empleó las expresiones animar el cotarro y ciudad de culturetas. No creo que estos tecnicismos encajen en la jerga burocrática de la Unión Europea, pero bueno, se supone que aquello era un encuentro informal (pese a que tuvo lugar en un teatro del siglo XIX y pese a que los presentadores iban maqueados con su camisita y su chaqueta negra), aunque yo soy un mojigato que cree que las instituciones que nos representan deben mantener unos modales retóricos mínimos en sus discursos.
Por eso me parecieron más graves algunas inflexiones y paréntesis de la intervención del consejero de Cultura, Gerónimo Blasco, famoso por sus formas desenfadadas y arremangadas. Para argumentar que la candidatura estaba cimentada en el tejido social de la ciudad y que no se reducía a una serie de fastos más o menos vistosos, sino que pretendía transformar y revitalizar la capital con expresiones culturales de base, dijo: “Hacer una programación cultural es facilísimo. Con un presupuesto de 70 o 80 millones, cualquiera puede hacerlo. Sólo hace falta una agendita. Y si no, se pregunta al de al lado”.
Pues no. No sólo creo que hacer una buena programación cultural no es nada sencillo, sino que hacerla bien -incluso muy bien- es condición necesaria para esa transformación cultural y social que se busca. Un presupuesto holgado no maquilla la falta de talento o de pericia de los programadores.
Lo de Blasco es el espíritu de nuestros empresarios: habiendo perras, ¿quién necesita talento? Tú échale millones, que los contenidos ya los rellenará cualquier chumpancé reumático con sueldo de becario. Pero hay cosas que no se compran con dinero. O que el dinero no puede hacer funcionar por sí solas. Ni en las empresas privadas ni en la administración.
En Aragón tenemos un ejemplo para tomar nota: Huesca, con un presupuesto cultural paupérrimo, ha sabido crear una escena inquieta, vanguardista e interesante, con proyección internacional en algunos flancos e incidencia directa en la vida de los ciudadanos. Y lo ha hecho gracias a la ilusión, el talento y el esfuerzo de unos gestores culturales delicados, bregados y que conocen el terreno que pisan. Ahí está el bueno de Luis Lles o el más bueno todavía de Juanjo Javierre organizando esa maravilla inclasificable, heterodoxa y única en España que se llama Periferias.
Me consta -porque a algunos les conozco, y a otros les sigo la pista- que en el ayuntamiento de Zaragoza hay técnicos y gestores brillantes, capaces de poner en marcha propuestas de vanguardia que marcan el paso en Europa y perfectamente adaptadas a las necesidades de la ciudad. Gente que ha hecho y hace un trabajo encomiable y callado, casi siempre en la sombra, tipos que saben lo que se hacen, de una profesionalidad exquisita. Espero que a Blasco no se le ocurra sustituir a esos equipos, con años de experiencia a sus espaldas, por chimpancés con artrosis. Quizá él, por lo que dejan entrever sus palabras, no note la diferencia entre una programación hecha por una persona competente y otra hecha por un simio, pero algunos sí que somos capaces de apreciar esas sutilezas, y si se va a meter en el fregado de una capitalidad cultural, necesitará mimar a esos chicos que le sacan las castañas del fuego y que él denuesta con sus campechanos comentarios.
Al final del acto subieron al escenario algunos culturetas para expresar su apoyo a la candidatura. Una de ellas se dedicó a lamentar el escaso apoyo que los políticos dan a las iniciativas culturales, y llegó a quejarse de que el palco de autoridades del Teatro Principal estuviera casi siempre vacío. “Nos gustaría ver más a menudo a nuestros políticos en el teatro y en los actos y galas culturales, prestándonos ese apoyo que nos es tan necesario”.
Nunca entenderé (o sí, pero prefiero no entenderlo) la perra que tienen algunos con que los políticos les acaricien el lomo. Puestos a lamentar ausencias, yo lamento la de Scarlett Johanson. Me encantaría que viniera a la presentación de un libro mío y me diese un morreo al final, proclamando con los senos desnudos lo mucho que le excitan mis filigranas literarias. Pero, sinceramente, no me siento huérfano de políticos. Quizá me sienta huérfano del amor lúbrico de Elsa Pataky, pero no del barbudo y encorbatado de Juan Alberto Belloch. Tampoco aspiro a que el alcalde me escupa ni me desprecie, pero no voy a mendigar su amor: yo seguiré haciendo mis cositas independientemente de su parecer y de su apoyo, rechazo o indiferencia.
No entiendo esas lágrimas, no entiendo ese reclamo, como si los artistas fueran hijos díscolos obsesionados con llamar la atención de su papá alcalde o de su papá consejero autonómico o de su papá ministro. Por dios, hagan sus cosas, pidan lo que tengan que pedir, pero no reclamen cariño, que aquí estamos hablando de sexo, no de amor.
Todo esto me produjo una incómoda sensación. Por un lado, me daba la impresión de que el proyecto de candidatura era algo naif y deslavazado, inspirado en una cándida idea de arte urbano difícil de promover desde un ayuntamiento, que es una institución pensada para la represión de esas expresiones y no para su difusión. Por otro lado, me escamaba la complacencia de ciertos “actores culturales”, que se diría en la jerga unioneuropeísta. Una complacencia antigua que anunciaba más de lo mismo y reclamaba un proteccionismo provinciano y alabador de la mediocridad: “No busquen fuera lo que tienen en casa”, creo que llegó a decir alguien.
Más de lo de siempre, vaya.
Pero no, no es más de lo de siempre. Porque bajo esa reconocible superficie de complacencia se escuchaba un rumor grato.
Es fantástico, y justo es reconocerlo, que se haya preguntado a un montón de gente de la ciudad qué cultura quieren y para qué. Y que esas propuestas que largamos algunos -una representación amplia de bastantes sectores culturales y sociales de Zaragoza- queden recogidas en un documento que el ayuntamiento asume como propio es estupendo, no creo que haya muchas ciudades en el mundo que hayan emprendido un proceso parecido. Esto se parece más a una democracia. Cierto que los que estábamos allí lo estábamos más por dedocracia que por democracia, pero se apreciaba un esfuerzo honesto por que hubiera una representación lo más plural y amplia posible de los colectivos ciudadanos. Estaban “los de siempre”, pero también estábamos otros muchos (aunque creo que no podré seguir viviendo mucho tiempo más en esta ciudad sin considerarme uno de “los de siempre”, empiezo a estar en demasiados ajos).
Otra cosa buena es que, a pesar de que muchos tenemos razones para considerar injusto que Zaragoza gane la capitalidad cultural, especialmente por lo que ha pasado en estos tres últimos años (o, más bien, por lo que ha dejado de pasar en los últimos tres años, por el panorama pobretón y pueblerino que se nos ha puesto en marcha, por los programas frustrados, por las guerras internas en el ayuntamiento y por los tijeretazos presupuestarios), creemos que la designación puede darle alas a la ciudad. Un respiro y un impulso para que maduren los cientos de embriones que se gestan aletargados sin encontrar una luz al final del útero.
Me gustaría que saliese y me gustaría que sirviera para hacer de esta ciudad un sitio más vivo y mejor, con menos endogamia, con menos componendas, con menos loas a la mediocridad, más poroso y abierto a esa Europa por la que tanto lloramos.
Ojalá sea así, y ojalá, sobre todo, tengan voz los talentos tantas veces orillados por la mediocridad ambiente y por los cortesanos siempre dispuestos a ejercer de bidet del político de turno. Ojalá se trabaje y se deje trabajar. Ojalá podamos sentirnos orgullosos del sitio en el que vivimos.
Yo confío en ello, pese a todos los peros y pese a mi talante cenizo y a mi natural desconfianza hacia las propuestas que salen de las instituciones.
Como diría Tierno: yo me enrollo, enróllate tú, colega.