Y sin darme cuenta yo también me hice coleccionista. Algunos coleccionan sellos y otros, monedas. Algunos, como Neruda, coleccionaban mascarones de proa. Y le echan ganas. Buscan. Intercambian. Siguen y persiguen. Las atesoran. Limpian y cuidan.
Pero yo no. Yo, sin darme cuenta, me hice coleccionista. Pero no las busco. No las intercambio. Y no las persigo. Pero vienen a mí. Con más frecuencia de la que me gustaría. Así que las colecciono. No las atesoro, pero las guardo. Las guardo en mi cajón del olor. Al lado de eso que me regalaron y que huele tan bien. Guardo mi colección ahí, porque no sé dónde más la podría guardar. Es un cajón pequeño. Porque lo que colecciono cabe en un cajón. Aunque sea pequeño. Porque lo que he tenido que empezar a coleccionar, no ocupa sitio, no en el cajón. No en ese. Ni en ningún otro.
Porque yo, lo que colecciono son decepciones. Las tengo variadas y de múltiples colores. Os diría que de todos los sabores, pero os mentiría. El sabor es amargo, siempre. Con el tiempo, algunas salen del cajón. Salen porque dejan de ser decepciones para convertirse en recuerdos lejanos que dejan sitio a otras que vendrán. Porque vendrán. Siempre lo hacen. A veces de la mano de quién menos te lo esperas. Pero vienen. Y aunque tengas un cajón lleno y sepas que van a venir, más no te las esperas. Y cuando vienen a ocupar su sitio, se te queda cara de no saber de qué va el tema. Pero lo sabes. Lo sabes bien. Y lo sabes, porque tú también eres coleccionista.