Era sábado, en una noche de otoño. El cielo amenazaba con algunas nubes grises. El canal de meteorología había anunciado que, a partir de ese día, las lluvias ocuparían gran parte del país. Echaba de menos el sol. El reloj marcaba las nueve y mis suspiros emitían aburrimiento. Opté por salir a dar un paseo antes de que las gotas de lluvia se desprendieran de las nubes y mi madre me dio un paraguas, por si acaso. Las calles estaban tranquilas, sólo se escuchaba el sonido de mis zapatos al andar. Decidí encaminarme por un recorrido distinto al habitual. No tenía prisa, no tenía un lugar fijo al que ir, sólo quería despejarme de la rutina. En aquel instante, unas pequeñas gotas empezaron a caer desde el cielo, aunque no abrí el paraguas. Me gustaba sentir que cada una de ellas era diferente aunque parecieran iguales. Cuando miré más allá, vi entre las sombras algo que destacaba en la acera por la que yo iba. No se movía, no sabía si era un objeto, persona o animal. Indecisa, decidí cruzarme a la de enfrente y evitar cualquier peligro ya que me encontraba sola en la calle. Cuando mi posición estaba paralela ante aquel misterio, la curiosidad se apoderó de mí y crucé lentamente, ya que vi que no era una persona sino un pequeño animal. Cuando estaba muy cerca de él, la pena me invadió. Era un perrito abandonado, triste, sin ganas de nada. Me miraba con una mezcla entre miedo, desconfianza y, a la vez, serenidad. Me senté lentamente al lado suyo, no muy cerca por temor a que fuera agresivo, pero se le notaba que era todo lo contrario. Cuando un coche pasó, las luces de sus faros lo iluminaron fugazmente. Era precioso, su altura no llegaría a la de mis rodillas. Tenía un color negro azabache, estaba descuidado y algo desnutrido. La lluvia, que en ese momento caía más fuerte, lo estaba empapando pero no le importaba, quizás estuviera acostumbrado. Situaciones así me destrozaban el corazón. No era feo, viejo ni agresivo, sino todo lo opuesto. Y, aún así, si fuera todo eso, qué más daría. Hay muchos remedios para conseguir amaestrar a un perro, pero lo que nunca se debería hacer sería llegar al maltrato o al abandono. Abrí el paraguas, no para mí, sino para él. Me miraba extrañado, notando que no tenía intención de marcharme y, en un segundo, se tumbó a mi lado poniendo su cabeza sobre mis piernas. De pronto, una lágrima sincera salió de mí y lo acaricié, percibiendo su alegría. Una alegría por recibir cariño de alguien desconocido. El paraguas ya no lo tapaba sólo a él, sino a los dos, unidos y vinculados por un sentimiento de afecto. Tras pensármelo detenidamente, supe que no había problema y le dije “yo te cuidare”. Y juro que, en ese mismo instante, el sol apareció sólo para nosotros dos.