Como alguna vez dije, Bolivia es el país de los mil climas, o traducido a la Wikipedia: un país megadiverso. Como tal, casi nada nos falta por probar, bueno quizá las algas marinas, las aletas de tiburón, o la sopa de letrina de golondrina que tanto gusta a los japoneses. Nosotros no somos tan sofisticados, cogemos lo que la naturaleza nos da, estirando la mano ante una rama o escarbando en la tierra en busca de algún jugoso tubérculo. Pobrecitos los nipones, con el territorio montañoso y tembleque que poseen, ni las plantas pueden echar raíces, tienen que buscarse su comida en el mar. He ahí una de las razones de que tengan los ojos como líneas, de tanto bucear desde tiempos inmemoriales ¿o será de tanto mirar el sol naciente?
Lo único sabroso que le hallo a esto de la plurinacionalidad es el sinfín de productos alimenticios que tengo a mi alcance sin que pasen por aduana. Evo es un incauto, antes que él y sus abuelita nacieran, ya éramos plurinacionales, o mejor dicho, pluriestomacales. Él mismo confiesa que en su niñez solía acompañar a su padre arreando sus llamas que transportaban charque, chuño y pescado seco para intercambiar por maíz y frutas con los habitantes de los valles. Así ha sido y siempre será, solo que ahora las recuas de los muleros o llameros han dado paso a los camiones que serpentean por la difícil geografía, o a los viejos aviones Fokker que nos traen carne fresca de los llanos benianos.
Arroz, soya, yuca, queso menonita, miel de caña y chancaca (que suena más dulce que panela como le dicen más al norte) nos llegan del oriente. Castaña, panes de cacao puro y frutas exóticas del norte amazónico. Café, naranjas y guayabas de los Yungas paceños. Pescado sabalero, queso chaqueño y vino del sur. Plátanos, pescado pacú, cocos y piñas del Chapare. Quinua, ocas, papalisa y chuño del altiplano, trucha y ranas gigantes del Titicaca. Y de los valles, todas las variedades de papas, calabazas y aguacates, o todo lo que puedan imaginar como sinónimo de huerta, empezando por el durazno que es mi fruta predilecta.
Cualquiera pensaría que Bolivia es autosuficiente en cuestión de alimentos. Nada más alejado de la realidad a pesar de todos los pisos ecológicos, la suficiente tierra productiva y las pocas bocas que alimentar. Imaginemos que la India tiene que alimentar a mil millones en un territorio apenas tres veces más grande que el nuestro que solo tiene diez millones de habitantes. Aunque parezca inverosímil, una gran parte de lo que comemos proviene del extranjero: las uvas y manzanas llegan de Chile. Trigo, melones y durazno enlatado de los valles argentinos. Cebolla, aguacates, chirimoyas y limones del Perú. Frijoles y maíz del Brasil. Lenteja del lejano Canadá. Y así sucesivamente. Si hasta azúcar tuvimos que importar, un año atrás, ¡nosotros siempre exportadores de este producto!
Pero lo que más me dolió en el alma, fue enterarme recientemente de que ahora importamos hasta las papas, de Perú concretamente. El colmo de la humillación, como si los argentinos se vieran en la necesidad de comer su asadito de toda la vida con carne extranjera. Para la mayoría de los bolivianos, la dieta es inconcebible sin la presencia diaria de la papa, como el arroz para los chinos o la pasta para los italianos. Estando yo en España, sufría lo indecible sin mi dulzón y harinoso tubérculo teniendo que conformarme con la desabrida patata española, con denominación de origen incluida. De sus parientes como el camote, la papalisa (ulluco) y la oca ni hablar. Lo más pintoresco de los mercados nacionales es ver los sacos con papas de todos los tamaños, formas y colores. Más de mil quinientas variedades registran los libros especializados. Aunque paulatinamente van desapareciendo muchas: ya es raro ver algunas de exquisito sabor como la papa imilla o la papa morada, desplazadas cómo no, por la odiosa papa holandesa.
Así que cuando degusto mi salteña (jugosa empanada típica de media mañana) me asalta la duda de que sus cubitos sean de papa nacional, porque ya sé que su aceituna es argentina, no quiero ni pensar que las arvejas y el huevito de codorniz que acompañan sean también de afuera. No se confundan, no es nacionalismo de cocina. Simplemente me gustaría que lo que como sea lo más fresco posible, sin pasar por frigoríficos o largas horas en carretera. No estamos en Rusia, por favor.
Resulta paradójico que en estos tiempos de Evo Morales y su gobierno de indígenas y campesinos, cada vez escaseen más los productos de la generosa Pachamama. A pesar de su “revolución democrática y cultural”, la agricultura continúa anquilosada en la tecnología del arado egipcio. Ni semillas mejoradas, ni asistencia técnica, ni incentivos a la producción. Eso sí, atarlos férreamente a sindicatos para llevarlos a marchar como borregos y luego premiarlos con coliseos cerrados y bonos en efectivo. Menos mal que no estamos en la China de Mao o hace rato la hambruna nos rondaría. Aunque a momentos tengamos que vivir con la impresión de retornar a los tiempos ochenteros del gobierno de la UDP y sus largas filas para conseguir los alimentos básicos. Se los digo yo que, muy chico tenía que madrugar para hacer fila ante una panadería, mientras mi madre hacía lo mismo para obtener un kilo de carne. Hoy no es tan grave, pero la sensación es la misma cada vez que escasea el azúcar o el arroz. En contrapartida, sobra coca como para “alimentar” a un millón de cocainómanos.