Hace unas semanas hubo un terrible accidente de avioneta en la zona turística de Bávaro. Una avioneta que llevaba pasajeros a conocer una de las zonas más hermosas de la República Dominicana tuvo un problema mecánico, entró en barrena y se estrelló con seis pasajeros a bordo y el piloto falleciendo todos ellos en el acto.
Los boletos aéreos de ese viaje en avioneta tenían que ver con mi vida profesional.
Por supuesto tras el accidente miles de sensaciones, a cual peor de ellas, se agolpan en la mente de uno. Primero la negación, la esperanza de que no sea nadie conocido, nada que nos afecte, luego la realidad, el drama, el miedo y, como no, la parte profesional, aquella que habla de documentos legales para verificar que todo estaba en regla, seguros, permisos, licencias, y ese largo etcétera de papeles vacíos que no sirven una mierda cuando la fatalidad decide atacar. De hecho todo estaba en regla y eso no salvó a nadie porque nada nos salva de la fatalidad, del imprevisto, de lo aleatorio de la vida, de esos momentos en los que lo único que se puede hacer es que los que tengan fe pidan y los que la hemos perdido (o nunca la tuvimos) entendamos que cuando es, es, y cuando no es, no es, pues la vida al final es así de sencilla y cruel.
Poco a poco la conciencia de lo ocurrido va tomando forma, se conocen las víctimas, se leen nombres que a partir de ese momento resonarán en la memoria para siempre, se encuentran las vinculaciones, los contactos, las embajadas, las familias, y el dolor se expande de forma viral. Lo que unos minutos atrás era un cúmulo de emociones, de sonrisas, de fotografías desde las ventanas de la aeronave, de gestos cómplices por la aventura que comienza, se convierten en un bigbang de dolor que se expande de la misma forma en que lo hace el universo, sin pausa y sin medida. Un dolor que comienza en un segundo y que inunda todos los aspectos de la vida de aquellos que no volverán a ver a los suyos. Un dolor que es de los más intensos que pueda existir, el terror de enterrar a un hijo, o una hija, y que además ha perdido su vida en el lugar en que se suponía que había de disfrutarla. Una pérdida injusta, sin motivo, sin dar tiempo ni siquiera para despedirse. Cientos de miles de sentimientos que flotan en el espacio o se ahogan en las lágrimas por no haber sido dichos a tiempo ni tantas veces como se habría deseado y que ahora ya no tienen salida.
Es muy difícil para mí escribir estas letras, e incluso dudo de hacerlas mientras voy añadiendo palabras, porque no tengo capacidad de expresión de todo lo que se siente, y que en todo caso es basura en comparación a lo que sienten aquellos que han perdido de verdad a alguien, pero os aseguro que es de los peores momentos de mi vida profesional y personal.
Hace unos días recibí la visita de los padres de una de las víctimas, una pareja centro europea que decidieron revivir los últimos pasos de su hija para saber si en ese viaje soñado al Cáribe fue o no feliz. Una pareja que ha seguido cada movimiento que hizo su hija, una pareja que podrían ser mis amigos, compañeros de trabajo, vecinos del barrio, gente normal, personas trabajadoras que han utilizado la mayor parte de su vida para educar a su única hija lo mejor que fueron capaces. Por supuesto los atendí como mejor sé y como mejor pude en esas circunstancias. El señor me dijo que no me preocupara, que no estaba enojado conmigo, que yo no era su enemigo, “you are not my enemy”, creo que esas fueron sus palabras, y por supuesto que no lo soy, y si no estoy muy equivocado sobre mi propia trayectoria vital, puedo vanagloriarme de no ser enemigo de nadie, pero me sorprendió que me dijera eso, tanto que le pregunté por qué me decía algo así y su respuesta fue que en todos los lugares a los que se acercaba para preguntar sobre su hija lo recibían con miedo y desconfianza, y que quería dejarme claro que sus intenciones no eran de culparme de nada. Es curioso, porque hasta ese momento tampoco yo lo había hecho.
Charlamos un rato, me agradeció la atención y la humanidad de la gente que trabaja en la empresa, algo que os reconozco que me llenó de orgullo, y después cogió su teléfono móvil sin mediar palabra. Mientras yo seguía sus movimientos sobre la pantalla con una tristeza en el alma inmensa, el señor seguía buscando en el aparato algo que solo él y su mujer sabían que estaba allí. Por fin, tras unos segundos de búsqueda levantó la cabeza, me miró a los ojos y me preguntó si quería ver el regalo que le habían comprado a su hija por su veintitresavo cumpleaños. Lo cierto es que no pude responder nada en ese momento porque la emoción hacía ya un buen rato que me había anudado la garganta, pero el señor entendió mi silencio como una afirmación y puso frente a mí un iphone rayado de tanto uso, pulsó un botón y me mostró la foto de un ataúd rojizo de madera noble “para que aguante el viaje hasta casa”…