No por motivos deportivos, Yugoslavia desapareció a principios de los noventa, con mucho ruido y poca discusión pública exterior. Las aspiraciones, pasadas por sangre, de la ‘Gran Serbia’ de Slobodan Milošević, unidos a los intereses de Alemania, el Vaticano o Turquía, hicieron de Yugoslavia un pastel demasiado apetitoso para ser respetado en un mundo de ‘golosos chacales’. Ciertamente, la historia de la potencia balcánica distaba mucho de ser perfecta. Muchas fueron las nubes y sombras que pasaron por los cielos de Belgrado durante el régimen del mariscal Tito. Lo autoritario de su mandato se manifestó en múltiples episodios, motivos, cada uno de ellos, de condena y necesaria reflexión. En palabras de Kissinger, Tito era “el último superviviente en funciones de las legendarias figuras de la Segunda Guerra Mundial”, inteligente estratega capaz de mantenerse en un punto equidistante entre la URSS de Stalin y las potencias anglosajonas. Poca gente recordará que, durante su ‘reinado’, Yugoslavia fue capaz de cometer actos de lo más temerarios contra los intereses de las grandes superpotencias globales. El régimen de Tito subministró armas a buena parte de las revoluciones marxistas que iban prosperando por muchas partes del Globo, si bien, sus mayores ‘proezas’ fueron dos sucesos acaecidos en un mismo año.
El 22 de octubre de 1946 varias fragatas de la Armada inglesa navegaban por el estrecho de Corfú, cuando toparon con varias minas allí colocadas, provocando su explosión y, con ella, la muerte de varios militares británicos. Albania, un ‘país’ que ni tan sólo estaba en la ONU, recibió todas las culpas, prefiriendo Gran Bretaña la mentira a enemistarse con el poderoso ‘amigo Tito’. Algo semejante sucedió con los EE.UU., cuando la seguridad yugoslava derribó a un avión de transporte estadounidense, en ese mismo año, deteniendo a la tripulación. Pese a todo ello -y el falso patriotismo que pudiera desencadenar-, es evidente que el binomio ‘Yugoslavia-Tito’ fue, a la postre, más un problema que una bendición. A la muerte del dictador, las diferentes repúblicas emprendieron campañas dirigidas a obtener una mayor representación de sus intereses. Lejos de conseguir la necesaria depuración política del país, varios factores de poder, internos y, ante todo, externos, ayudaron a fraguar los fatales embriones que conducirían al némesis de la poderosa potencia balcánica. Todo ello, no en poca medida, basado en el odio visceral, consecuencia de manipuladas hostilidades civiles internas, que aún no habían sido digeridas.
“Hay dos cosas de las que yo (...) no logro deshacerme, y esto desde hace ya cuatro años y medio, desde junio de 1991, desde el comienzo de la llamada guerra de los diez días en Eslovenia, el pistoletazo de salida para el desmoronamiento de Yugoslavia; dos cosas: un número y una imagen, una fotografía. El número: unos setenta personas perdieron la vida en aquella guerra inicial; pocos, digamos, en comparación con las muchas decenas de miles de las guerras que siguieron. Sin embargo, ¿cómo fue que casi la totalidad de estas setenta víctimas pertenecían al Ejército Popular Yugoslavo, que por aquel entonces pasaba ya por ser el gran agresor y que, superior con mucho en todos los sentidos, habría tenido un juego -¿juego?- incluso fácil con los pocos eslovenos que luchaban por la independencia? (...) ¿Quién se lió a tiros con quién? (...) Y la foto de la que hablaba la vi luego en la revista ‘Time’: un grupo de eslovenos, no especialmente compacto, con vestimenta de guerra ligeramente fantástica, presentando con pancarta y estandarte la recién creada República”. Este fragmento de ‘Un viaje de invierno por los ríos Danubio, Save, Morava y Drina’, del polémico escritor alemán Peter Handke, es un ejemplo de cómo los medios han manipulado los hechos acaecidos en suelo balcánico. Eslovenia, el país más occidentalizado, más rico -la mayor parte, aún hoy en día, de los supermercados de Belgrado son eslovenos- y actual miembro de la UE -partícipe, mismamente, de la Unión Monetaria-, inició las hostilidades contra el Gobierno federal, proclamando, con total vulneración de los principios del Derecho Internacional, una República del todo ilegal, pese al apoyo foráneo, clave por lo demás. No es el único ejemplo.
Poco se ha oído hablar en España de los temibles Ustaše (ustachis), terroristas nacionalistas croatas que perseguían la independencia del país, cometiendo graves masacres entre las poblaciones serbia y gitana. Su amparo en la Alemania nazi no dejaría de ser irónico con las circunstancias posteriores, más cuando los propios Ustaše se consideraban germánicos y no eslavos. Cierto es que los serbios también tuvieron a sus Chetniks -de menor resultado funesto, pero igualmente deleznables-, pero el pasado libertador de Croacia debe ser algo a tener muy en cuenta, si pensamos en afrontar, con cierta neutralidad, el análisis de la desintegración yugoslava. “Más tarde descubrimos que Genscher, ministro alemán de Asuntos Exteriores, había estado diariamente en contacto con el ministro croata de Asuntos Exteriores. Animaba a Croacia a dejar la federación y a declarar su independencia, mientras que nosotros y nuestros aliados, incluyendo a Alemania, intentábamos organizar un enfoque común”, palabras de William Zimmerman, en aquel entonces embajador americano en Yugoslavia, ¿hacen falta mayores comentarios? No mucho tiempo después, las mentiras se sucedieron con los conflictos de Bosnia y Kósovo.
“Bosnia no era posible más que en el interior de Yugoslavia”. Esta frase pertenece a Renate Hennecke -abogada, una de las mayores especialistas en asuntos sobre la antigua Yugoslavia-. Más de la mitad de los serbios de Yugoslavia, antes de su desmembración, vivían fuera de Serbia. Lo llevaban haciendo desde hacía siglos. Con el comienzo de las hostilidades, ya referenciadas, las masacres étnicas se llevaron a cabo por todas las facciones del cóctel balcánico, a España, como al resto de Occidente, sólo nos llegaron las cometidas por los serbios. Croatas, eslovenos, etc. ‘limpiaron’ de serbios sus estados, con el beneplácito exterior. El caso de Kósovo es, aún hoy en día, si cabe más flagrante.
Según el Centro Superior de estudios de la Defensa Nacional, del Ministerio de Defensa español: “La guerra en Kosovo provocó un desplazamiento masivo de la población albanesa en un principio, un número de víctimas civiles notablemente inferior al que los medios señalaron en los orígenes del conflicto y un número alto de bajas entre las fuerzas policiales y militares serbias. También hubo un alto número de bajas civiles en los ataques efectuados contra objetivos supuestamente ‘militares’ en Serbia”. Mentiras reconocidas por el Ministerio de Defensa del país originario del, por aquel entonces, secretario general de la OTAN, Javier Solana, son un ingrediente más para confirmar el alto grado, no sólo de implicación, sino mismamente de hipocresía, que la UE, con algunos de sus miembros en cabeza, cometió con la antigua potencia yugoslava. Los ejemplos no acaban aquí.
Durante el pasado mes de abril, la prensa nacional dio eco del aislamiento al que estaban siendo sometidos los serbios de Kósovo -sin poder llamar, siquiera, a teléfono de socorro alguno-. Sus compañías de teléfono fueron boicoteadas por la ‘autoridad kosovar’, dejándose operar en el territorio sólo a Vala Mobile -a la sazón, compañía afincada en Mónaco-. Por otra parte, según José-Miguel Palacios y Cesar L. Díez, en un interesantísimo trabajo titulado ‘Terminología del conflicto de la antigua Yugoslavia’ (Papeles del Este 5(2003), 1-17), el propio término ‘kosovar’ tiene un alto componente propagandístico favorable a las aspiraciones de Albania, puesto que esta palabra equivale a ‘albanés de Kósovo’, no siendo utilizada por los serbios y otras minorías de la región.
Musulmanes, judíos, cristianos, serbios, croatas, albaneses, zíngaros... visto lo hasta aquí escrito, Yugoslavia no sólo era necesaria, sino que era la única alternativa por la que poder mantener a gentes de tan distinta procedencia, de alguna forma unida. Los deportes, o la riqueza de sus músicas y literatura, nos muestran a una Yugoslavia que, en muchas ocasiones, supo aunar lo mejor de cada cultura para poder crear elementos mestizos, de no poco encanto. Efectivamente, regiones como Bosnia o Kósovo sólo podían mantener la paz dentro de un Estado multicultural, que aún con sus muchas carencias, servía de freno a los excesos racistas entre comunidades.
Evidentemente, los prejuicios entre facciones ya estaban antes presentes. Ivo Andrić, el Nobel yugoslavo, ya escribió en ‘Un puente sobre el Drina’ (un libro genial, de obligada lectura) acerca de la brutalidad represora de los otomanos -con claras connotaciones a una inferioridad, según sus convicciones, de la cultura musulama-. El propio Karadžić recomendaba su lectura y, de hecho, el famoso puente fue escenario de ejecuciones de bosnios musulmanes durante la guerra... Pero, aun existiendo restos de litigios pasados, de piques religiosos y discusiones políticas... ¿algo de eso justificaba la guerra? Para la OTAN y algunos de sus miembros sí.
Las semejanzas con España, por más que algunos pretendan verlas, son más bien escasas -si obviamos que Tito inició buena parte de su carrera alistando a reclutas para las Brigadas Internacionales, siendo el yugoslavo uno de los componentes más numerosos-. España no está poblada por una diversidad cultural tal cual la yugoslava, ni mucho menos por varias comunidades nativas, residentes durante siglos. Cierto es que coexisten varias lenguas, si bien, en lo poblacional no existen regiones con distintas religiones, vestimentas o festividades. Por más que algunos lo deseen, el nacionalismo extremo, que tanto daño ha hecho por el mundo, no acaba de imponerse en España, ni tampoco lo hizo por sí mismo, en cierta forma, en Yugoslavia.
Yugoslavia podría haber sido el ejemplo a seguir, siempre y cuando se le hubiera ayudado a entrar en la modernidad democrática, al igual que se hizo con España. Yugoslavia pudo haber sido la mesa en la que se sentaran, en armonía, poblaciones de las tres grandes religiones monoteístas. Yugoslavia podía haber sido el ejemplo a seguir por la propia Unión Europa, siendo capaz de crear una potencia de entre retales de la historia.
Ahora Yugoslavia no existe, existen países ‘buenos’ -miembros de la UE o en trámites-, estados ‘malos’ (Serbia) y pseudo-estados ineficientes por sí mismos y objeto de malévolas intenciones (Kósovo). De un genocidio se ha sacado un puerto franco para la droga y el crimen, de una tutela internacional, una región donde los serbios viven acobardados y, ahora, también incomunicados. España debe aprender, como el resto. Debe aprender que el nacionalismo cultural puede llegar a tener un mínimo sentido en lo relativo a la preservación de lenguas y folclore, pero jamás debe monopolizar la política de un país. El nacionalismo, gracias a Dios no siempre, mata. El nacionalismo segrega y confronta. Los entes políticos democráticos deben, y para eso se crearon, servir a los ciudadanos, servir a las personas individuales, predestinadas a formar, ellas, sus propias fantasías colectivas de creerlo oportuno, no como reclutas o ‘buenos ciudadanos’, sino como ciudadanos libres.
En la imagen superior, un sello del mariscal Tito. En la imagen central, Winston Churchill y Eden Greet Tito, en Londres. En la imagen inferior, un mapa de los Balcanes, del alemán Adolf Stielers, en 1891.
Artículo publicado en LA VOZ LIBRE