Jaime tenía miedo al agua. Incluso cuando bebía, lo hacía a sorbitos, para así evitar ahogarse. Tal era su pavor que ni siquiera se atrevía a sollozar. Si se ponía triste, se le encogía el corazón, pero no derramaba ni una sola lágrima porque no sabía cuánto llanto podía caber en sus ojos: ¿un charco?, ¿un río?, ¿un mar?... Debido a eso, todos se extrañaron el día en que Jaime pidió de regalo un traje de baño. –También te hará falta un flotador, o unos manguitos –le dijeron sus padres. –No –siguió tranquilamente el muchacho–, solo necesito un par de alas.
NiñoCactus