Zaragoza, la gran desconocida, es mucho más que una ciudad de paso entre Madrid y Barcelona. Una capital que mantiene el encanto en sus adoquines, sus edificios, su provincianismo y sus tiempos verbales. Una ciudad con paseos transversales y calles peatonales que ha robado los latidos de mi corazón estos últimos meses.
El Pilar es una ciudad barroca que recibe a peregrinos del culto y a curiosos del arte y la guerra. En las mismas salas pueden oír el antiguo órgano, ver retablos impresionantes de Goya o acariciar dos bombas desactivadas de la guerra civil española. A escasos 40 kilómetros de Belchite, la Basílica situada sobre el puente de piedra congrega a visitantes y a residentes de igual manera.
Con el río a la espalda y la altura de un ave se vislumbran los tejados de la actual Caesar Augusta. La ciudad, que mantiene vivas cuatro culturas bajo el mismo cielo, pronuncia en latín las murallas, el foro, el puerto fluvial, las termas públicas y el teatro romano. La ciudad del pasado convive con la contemporánea, la Zaragoza nacida tras la Expo.
En Zaragoza uno se pierde por las callejuelas del Coso y llega hasta el Tubo, abigarrada zona de graffitis, pintadas, bares de tapas y buenos vinos. Ciudad habitada por habitantes con una particular dialéctica: "maño, maña y co" son apelativos cariñosos que imprimen carácter a los residentes y sorprenden a los recién llegados.
El Plata es la joya del Tubo, en el siglo XXI existe un cabaret ibérico donde el culto al cuerpo es tan importante como la tradición y la comicidad. Bajo la dirección artística del cineasta Bigas Luna aparecen desnudos integrales de ellos y ellas acompañados de cantares auténticos y jamones de mentira. En la función de variedades de las 16h de la tarde es posible tomarse un café en una mesa escolar y mirar hacia el escenario con una única intención: maravillarse por lo bizarro.