Aquella noche llovía como si nunca hubiera de parar. L, frente a la ventana del salón, apuraba el último sorbo de café mientras pensaba como iba a decirle a R que el zueco de porcelana que le regaló en su última visita a Holanda se había hecho añicos. Pero hoy no. Hoy le tocaba hacer de profesor y a ella hacer de niña desobediente. Y llevaba demasiado tiempo sin sudar bajo las sábanas.