Revista Literatura

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Publicado el 25 marzo 2012 por Beatrice
   Era su último día libre. Aun le quedaba el fin de semana, pero Rob la visitaría esos dos días, así que aquel viernes era el último de estar sola.    Le gustaba vivir allí, no tener que rendirle cuentas a nadie por entrar y salir, bajarse a aquella pequeña cafetería y pasar un par de horas con un libro y un café caliente entre las manos o simplemente perderse por aquellas calles. Pero se moría de ganas de ver a Rob. Había reservado los mejores sitios para visitarlos con él, en un paseo romántico. Se imaginaba abrazarle y mirar juntos la enorme ciudad desde el último piso de la Torre Eiffel, aunque le daba un miedo terrible subir tan alto, o recorrer las pequeñas calles de Montmartre y comprar un par de dibujos para decorar el apartamento.    Todos aquellos pensamientos le envolvían allí sentada, en el café de Monique, la cual se había mostrado muy simpática con ella ya que se había convertido en clienta habitual. Había bajado aquella mañana a desayunar y, mientras mordisqueaba un croissant recién hecho, observaba a los que como ella, estaban empezando el día con un bollo y un café.    Las campanillas de la entrada sonaron y Jill levantó la mirada, buscando con los ojos al nuevo cliente. Observó como una chica con una boina negra y una gabardina roja, la cual no había visto nunca por allí, se dirigía directamente a la barra y se aupaba para abrazar a la dueña y darle un corto beso. Deben conocerse bastante bien, pensó Jill sintiéndose un poco incómoda por haber contemplado una escena tan personal.    Desde su mesa al fondo a la izquierda, como siempre, no llegaba a entender todo lo que se decían pero alcanzó a oír algo sobre un trabajo de camarera y varios años de amistad. Tras un intercambio de palabras en voz más baja, la recién llegada de la boina dio un grito de alegría y volvió a abrazar a Monique, esta vez de forma aún más efusiva. Tras el abrazo desapareció rápidamente por una pequeña puerta lateral junto a la barra. Jill siguió contemplado la escena, en la que ahora solo quedaba Monique, sacudiendo la cabeza con resignación. Poco después la recién contratada apareció de nuevo, ya sin gabardina ni boina. Su nueva jefa le tendió un trapo húmedo y la animó a empezar a ganarse el sueldo.    –¿Has acabado o vas a querer algo más? –le preguntó la joven a Jill cuando se acercó a su mesa.    –No, de momento no, aun me queda café, gracias –contestó Jill mirándola ahora ya más de cerca.    Los botones superiores de la camisa blanca estaba desabrochados más de lo que Jill se habría permitido nunca. En ella llevaba colgando una chapa en la que se leía Adèle, escrito a mano con letra desigual y rápida. Su visión la turbó un poco, aquella chica era algo fuera de lo normal. Incluso con aquella ropa de ejecutiva desprendía un aire de descaro poco común. Se mordía el labio inferior, rojo y brillante como la sangre, mientras sonreía con los ojos y miraba a Jill expectante. El vertiginoso escote de su camisa y dejaba ver un cuello largo de porcelana. Su cara, enmarcada por una corta melena en color chocolate, tenía una forma totalmente armónica en la que destacaban, además de la boca, los ojos más azules que Jill había visto nunca.    Asombrada por el análisis tan exhaustivo que acababa de hacerle de una simple camarera, bajó la cabeza y centró su atención en el café. Lo cogió con ambas manos y notó que la taza estaba ya fría.    Cuando levantó la mirada, la nueva camarera ya no estaba allí. Volvía a estar con Monique, tras la barra, contándole algo en susurros.

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